POEMAS EN LA TIERRA DE LOS NADIE

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Escribí el poemario La tierra de los Nadie a lomos de una bicicleta vieja, con la que recorría los barrios del sur. Porque en Madrid existió un sur glorioso e irredento (tal vez sigue existiendo), que se arracima a orillas del Manzanares, convertido en arroyo suburbial, que acoge restos de arqueología urbana en sus brazos de espuma. Ruedas de coches, lavadoras y hasta un viejo seiscientos he visto en mitad del río, bajo un puente.

Escribí este poemario en años de bonanza económica que alcanzaba sólo de refilón a estos barrios de legendarios nombres. San Fermín, La Carolina, Villaverde, San Cristobal, Orcasitas, Ciudad de los Angeles. Barrios que aún recuerdan a aquellos de la Barcelona del extrarradio de Francisco Candel. Aquellos donde la ciudad cambia su nombre. Aquellos donde la ciudad pierde su nombre para convertirse en barrios de frontera.

Lo escribí antes de la gran crisis y antes de que nadie presintiera la indignación. Lo escribí mirando la vida y los paisajes de quienes no tienen ni el derecho a la indignación, pero sí a la rabia, al amor, al consuelo. A quienes, con esos materiales, construyen vidas tan diferentes a las de los ricos y poderosos de la tierra.

Había leído y me habían fascinado, cuando era un joven de los de antes, cuando ser joven llegaba hasta los 21 años, los epigramas de Ernesto Cardenal. Mucho más fascinantes, por su simplicidad concentrada, que sus Salmos, que su Estrecho Dudoso. Más, incluso, que sus amenas crónicas del Evangelio en Solentiname.

Fue el descubrimiento, muchos años después, de los epigramas alejandrinos en Gil de Biedma, lo que incendió en mí el reto de construir un poemario con esos mismos materiales. Un ejercicio de distracción para conjurar los fantasmas que recorren los días en la Tierra de los Nadie. Intentar traducir, en cortos versos, la Epopeya de los Miserables de Naguib Mahfuz, en el Sur de Madrid.

Se puede escribir un cuento y hasta una novela, casi de un tirón. Se puede leer un cuento y hasta una novela, también de un tirón. No se puede construir un poemario, no se puede leer, de un tirón. Cada poema tiene su momento, su tiempo, su memoria, su sentido y su sentimiento.

Bajas de la bicicleta junto a río, en un parque desangelado, de árboles recién plantados, junto a un barrio de casas bajas y destartaladas. Entras en una iglesia de urgencia, prefabricada, dejada allí para unos pocos años y que ha sobrevivido durante décadas. Te sientas en un banco de madera, respiras el olor de esa vela que se consume. Miras las humildes imágenes que salpican las paredes y a duras penas rellenan el altar. Sacas de la mochila un cuadernillo y un bolígrafo. Escribes un poema. Así, uno tras otro, un día y otro día. No todos los días. Nunca en los mismos sitios.

Algunas noches, los vas pasando al ordenador. Los corriges, los retocas, los rechazas y los reescribes, si crees que ese momento debe ser recordado y merece la pena ser reconstruido, con los mismos materiales, en otro poema, que ya no será el mismo, pero que retendrá la misma memoria de las cosas, las personas, los paisajes de la Nada, delo que no existe, porque no es noticia.

Un buen día, imprimes el poemario, lo fotocopias, lo mandas a uno, dos, tres concursos. Sin grandes esperanzas de ganarlos, porque los jurados tienen sus lógicas inescrutables. Lo que merece un premio aquí, será despachado en los prolegómenos de las deliberaciones en otro lugar. Pero un buen día te llama una bibliotecaria y te dice que el Premio Angel Urrutia Iturbe, concedido por el Ayuntamiento de Lekunberri, es tuyo. Y tu no sabes ni dónde está Lekunberri, aunque pronto te lanzas sobre los mapas y descubres que es un importante pueblo de Navarra. Ni mucho menos quién es Angel Urrutia Iturbe, aunque ahora todo se desvela en internet y te encuentras con un poeta de traza clásica y prolongada mirada hacia el futuro.

Y tú, que no tienes padrinos, mentores, ni escuela poética de referencia, sientes que eres desde ahora, también, ahijado de Urrutia, porque algo de sangre vasca siempre has creído que corre por tus venas, por más que nada, en tus apellidos familiares, lo revele. Pero cómo, si no fuera así, esos miembros de un jurado poético en un pueblo de larga raigambre vasca y nacionalista, se hubieran sentido identificados con tu poesía.

O eso, o que este Sur de Madrid, se confunde con cualquier Sur, incluidos los sures de Euskadi y la Tierra de los Nadie es más extensa de lo que podamos imaginarnos. El caso es que subo a Lekunberri y recojo el premio y conozco a la bibliotecaria y al alcalde y al jurado y a un puñado de buenas gentes que, desde entonces, siento parte de mi vida. Sigo hasta sus procesos electorales. En estas últimas ha ganado de nuevo Lekunberriko Taldea, con 6 concejales, seguido de EH-Bildu, con 3. Está claro que la familia nacionalista se reparte todo. Y yo, que también soy un nacionalista del País de los Nadie, creo que va siendo hora de ir por allí, a pasear de nuevo sus calles y sus campos.

Esta es la pequeña historia del poemario que ahora edito en Legados Ediciones, con prólogo de Luis García Montero . No es una gran historia, pero tras cada poema habita algún rincón, algunos niños (incluidas mis hijas), un puñado de ancianas, un descampado, mi madre nonagenaria, mi padre fallecido prematuramente y mi hijo que aún ni estaba en camino. En ellos habitan el amor, el dolor, la pobreza, las bajezas, los perros callejeros y hasta hileras de hormigas. Iglesias. Y gente, mucha gente, los pobladores de la Tierra de los Nadie, que no deberían ser olvidados, que no debo permitir que sean olvidados, porque su olvido amputa nuestras vidas y adormece nuestra capacidad de vivir.

Francisco Javier López Martín

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