El Madrid que no quisimos ser

Madrid ha cumplido 40 años de su Estatuto de Autonomía. Desde febrero andamos con el cumpleaños a cuestas, pero sin grandes celebraciones, como de tapadillo. Como si no hubiera nada, o tal vez poco, que celebrar.

Puede que sean las extrañas circunstancias por las que atraviesa la vida nacional, las que nos están conduciendo a esta difuminación de Madrid como capital, pero sobre todo como territorio equidistante y céntrico cuya extraña identidad propia consistente en la falta de identidad propia, en ser fruto del eclecticismo, el mestizaje y la mezcla.

Cuando el ilustre anarquista y profesor universitario, Agustín García Calvo, recibió el  encargo de ponerle letra al himno de Madrid (porque Madrid tiene un himno, aunque no lo parezca, ni nadie lo conozca y aún menos lo reivindique), no se le ocurrió otra manera de comenzarlo que escribiendo,

Yo estaba en el medio:

giraban las otras en corro

y yo era el centro.

Ya el corro se rompe,

ya se hacen Estado los pueblos,

y aquí de vacío girando

sola me quedo.

Madrid lleva más de 460 años siendo capital de España. Desde aquellos días en que Felipe II decidió convertirse en rey sedentario y transformar la villa de  Madrid en capital desde la que gobernar el Imperio. Buen lugar equidistante de Valladolid, que era la llave para controlar el Norte, de Sevilla, a la que llegaban todas las riquezas americanas y de los influyentes puertos mediterráneos.

Bueno, a la equidistancia venía a sumarse la abundancia de agua, el aire limpio, los interminables montes convertidos en cazaderos reales y la posibilidad de sortear los inconvenientes y estrecheces de Toledo. Y para remate el capricho del monarca de controlar, vigilar en corto y ver crecer, día a día, su ambicioso proyecto de construir un monasterio, escuela, biblioteca, palacio, dedicado a San Lorenzo, en El Escorial. Modelo y ejemplo de complejo multifuncional y centro multinacional para toda la cristiandad.

Hubo también unos pocos años en los que la capital pasó a Valladolid, a causa del doble pelotazo inmobiliario del Duque de Lerma, valido de Felipe III, que protagonizó sonoros pelotazos vendiendo terrenos a la ida y a la vuelta. Otros años la capital pasó a Sevilla, siguiendo los caprichos de Felipe IV, o incluso a Cádiz, como último reducto de defensa española frente a los invasores franceses, después de que las revueltas populares del 2 de Mayo fueran aplastadas sangrientamente.

Hasta Franco se buscó Burgos para instalar su capital durante toda la Guerra de España, en la que Madrid le negó el paso. Pero salvo esos cortos episodios nadie puso en duda el papel de Madrid como capital. Así ha sido durante los últimos 450 años.

Pero hete aquí que la famosa, mítica y denostada Transición española, nos situó ante la necesidad de dar solución a la cuestión territorial, como uno de esos problemas nunca bien resueltos que atenazaron a España desde tiempo inmemorial.

La cuestión territorial, los cantonalismos, federalismos, foralismos y los incipientes y crecientes nacionalismos, fueron aplastados durante la dictadura, pero resurgieron con fuerza. Los hacedores de la Transición pudieron elegir entre reconocer los nacionalismos anteriores a la Guerra (el Catalán, Vasco, Gallego y Andaluz). Pero al final optaron por la famosa fórmula de café para todos.

De ahí nacieron las Comunidades Autónomas. Las cuatro con raíces históricas accedieron primero, pero luego el resto de territorios fue dando pasos para asegurar su acceso a una nueva condición autonómica. Madrid puedo haberse convertido en un Distrito Federal, pero eso hubiera supuesto reconocer la existencia de un Estado Federal y eso no formaba parte del plan inicial del proceso de Transición, por muy flexible que éste fuera.

Si a ello le sumamos que ni Castilla y León, ni Castilla-La Mancha, pese a su extenso territorio, se mostraron dispuestas a asumir la presencia en sus comunidades de un pequeño territorio que contaba con más población que ellas dos juntas, se explica que Madrid se viera obligada a constituirse como Comunidad Autónoma, allá por 1983, además de mantener la sede de la capital del Estado.

Ser capital, desde entonces, es algo que hemos tenido que ganarnos, año a año, con mejor o peor fortuna, pero soportando los mayores golpes que este país haya recibido. A base de ser tierra de encuentro y de acogida, A base de cultivar una cultura del diálogo social con el hoy denostado Leguina y el arrumbado Gallardón.

Una cultura que comenzó a desmontar Aguirre y que finiquitó la cohorte de ranas corruptas de las que se rodeó, hasta llegar a este Madrid saturado de chulería cañera y exhibición de pulseras rojigualdas y banderas a modo de capa de Santiago Matamoros.

Madrid lleva años perdiendo su capitalidad, convertida en centro comercial al cual mucho turista español acude a ver musicales, tomar cañas en libertad y saturar los centros comerciales. Es cierto que son muchas las tensiones periféricas que juegan a centrifugar España, pero un día convendría que le diéramos una vuelta a esta desidia y desgana con la que vivimos este 40 aniversario de nuestro Estatuto de Autonomía.

Un día deberíamos reflexionar sobre la diferencia entre multiculturalidad y aculturación, entre diversidad identitaria y desigualdad enquistada. O nos reivindicamos como aquel Madrid de Machado, rompeolas de todas las Españas, o terminaremos siendo capital de la nada. Triste final que no merecemos, pero que alguien nos está ganando a pulso.

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