El sepulcro del tirano

Unanimidad. Dicen en los medios que el Tribunal Supremo ha rechazado por unanimidad el recurso presentado por la familia Franco para evitar la exhumación del dictador del Valle de los Caídos. El nombre del valle no tiene desperdicio, porque los llamados caídos fueron, en realidad, derribados, abatidos, asesinados, fusilados de frente, o de espaldas, tirados en fosas comunes. Con saña empecinada, rencor acumulado, ira desmedida, ferocidad sin límites.

Unanimidad, también, en la decisión de que el destino de los restos del tirano no sea la catedral de la Almudena, sino el cementerio de Mingorrubio, donde ya se encuentran su esposa, Carmen Polo, su hija también Carmen, sus dos manos derechas, Carrero Blanco y Arias Navarro, junto a un buen número de sus ministros y compañeros de armas, sin que falten algunos de sus fieles empresarios como Banús, ilustres familias del régimen y hasta el panteón familiar de algún sanguinario dictador dominicano como Trujillo. Nada que ver con las decenas de miles de víctimas que le rodean llenando cada noche de sangre derramada su alma.

Allí seguirá muriendo junto a una parte importante de los suyos, como en el mejor de sus cortejos cantado por Joaquín Sabina. Adivina, adivinanza. Mucho más de lo que pueden tener quienes yacen sin nombre en las cunetas, junto a las tapias de los cementerios, o en fosas comunes, en los campos de refugiados franceses y después, humo y cenizas, en los campos de concentración nazis, en los atentados y sabotajes de la resistencia, o en las trincheras del ejército de la Francia Libre, que les ofreció la oportunidad de morir combatiendo el fascismo internacional, el nacionalsocialismo, con la esperanza de que después Europa barrería el nacionalsindicalismo de las estepas castellanas.

Nací cerca de Cuelgamuros, en un pueblo serrano de barreneros, canteros, labradores de la piedra. De allí salieron los adoquines que aún se encuentran bajo el asfalto de Madrid, las piezas restauradas de  El Escorial, o el Palacio Real, los bloques que fueron elevando la Cruz del Valle. De aquellas canteras salieron también las losas de 2.000 kilos que sellan las tumbas de José Antonio y del general golpista.

No había cumplido dos años cuando parece ser que el déspota inauguró su monumento. Me asomaba a la puerta de casa y debí de creer durante ese tiempo infinito que compone la infancia, que aquella cruz había estado allí siempre. Mi padre era uno de esos canteros, labrantes, tallistas. Cobraba por pieza acabada y no cobraba si erraba al cubicar y la bola, la losa, la pieza de granito, no era perfecta. No cobraba si una veta se abría,  o si el escoplo, o el puntero,  se le iban de la mano y saltaba una lasca, una esquirla que arruinaba la talla.

Al aire libre, en talleres que sólo protegían de la lluvia con unos precarios tejados. Cantero mi padre. Y mi abuelo, el que marchó a defender los pasos de la Sierra del asalto de las tropas de los rebeldes alzados contra la República. El que al final, cuando cayó Cataluña, pasó a Francia y nunca más se supo, ni se sabe. Tal vez nunca se sabrá con qué amigos descansa bajo la tierra. O si está sólo. Cómo murió. Cuándo. Dónde está su tumba, o su fosa. Nada. Los archivos incompletos, dispersos, inconexos. Departamentales, nacionales, de los campos de exiliados, de los campos nazis, en Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Suiza, Rusia. Nada. Ni la Cruz Roja. Nada. Y aquí, sólo en Salamanca, en los antes archivos de la masonería y el comunismo, una ficha escueta, Afiliado a UGT y al PCE. Enrolado en el Quinto Regimiento.

Una vez fui al Valle. El día anterior al entierro de Franco. Hacía la mili en aquellos tiempos de cadáveres repatriados desde el Sahara, la Marcha Verde de los marroquíes y las imponentes huelgas de los transportes que vendrían inmediatamente después. Yo vestido de romano. Helado, finales de noviembre, en el camión que trasladaba la escalera por la que luego bajarían al difunto desde el otro camión, el descapotable.

Militares y Guardias Civiles tenían tomadas las laderas. Bajamos la escalera, hinchamos los pulmones, nos hicimos pequeños ante la gigantesca Piedad y los evangelistas desafiantes y de regreso a la fría caja del camión, hacia Madrid. Nos dimos una vuelta, con el salvoconducto de nuestros disfraces, por la Plaza de Oriente, donde una inmensa cola desfilaba hacia el Palacio Real realizando saludos militares, o de los otros, en señal de despedida.

Las estatuas del Valle, Juan de Ávalos, un extremeño, nacido en Mérida, de vocación artística, formado en Madrid, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, profesor con 22 años en Sevilla. Ese Teatro Romano de Mérida que alberga aún los famosos festivales veraniegos de teatro clásico fue recuperado por él. Los fondos del Museo Arqueológico de la ciudad fueron acrecentados y catalogados por él.

Luego la guerra y, aunque combatió y fue herido en el bando faccioso, los triunfadores no dudaron en quitárselo de en medio, depurarle, prohibirle ejercer su profesión en cualquier organismo oficial, o institución educativa. El principal argumento, un carnet del PSOE de Mérida a su nombre. Sobrevivió a base de restaurar y esculpir para particulares e iglesias, hasta que el dictador, siempre inaugurando pantanos, ferias del campo y exposiciones, se fijó en una de sus obras y decidió que aquel sería quien esculpiera las estatuas.

Me importa poco el destino final del general rebelde que dirigió la guerra contra su pueblo con ojo de halcón, paso de buey, diente de lobo y haciéndose el bobo, en sus propias palabras. Me importa poco dónde ubican el sepulcro del tirano. No creo, sin embargo, que la Cruz de los Caídos tenga, necesariamente, que ser demolida. Con ella desaparecerían mis ojos de la infancia. Además, ya me opuse a la demolición especulativa de la cárcel de Carabanchel.

Creo que el Valle podría, cuando sean liberados cuantos en él siguen muriendo su vida arrebatada, verse convertido en un centro laico, patrimonio nacional, que albergue bibliotecas, archivos, museos, centros de estudio, interpretación e investigación, organismos que ayuden a recuperar nuestra memoria y a sus víctimas. Es un deber del Estado mantener viva la memoria de cuanto bueno y malo fuimos, hicimos, nos ocurrió, nos hicieron. No es algo delegable que pueda ser externalizado en los herederos de las víctimas. No entiendo que seamos tantas las personas que tenemos que buscar de por libre a nuestros desaparecidos. Dando palos de ciego. Perdidos. Recibiendo como respuesta un, No consta, No hay datos, no existe ningún registro, busque en estos otros archivos, escriba a estos cientos de organizaciones, a ver si hay suerte. Lo sentimos.

Se lo deben a mi abuelo, a su hijo y al niño que fui. Se lo deben a muchas y muchos como yo. Mientras dure la guerra en esta trinchera infinita.

Francisco Javier

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