Con la naturaleza no se juega, si la provocas, la desafías, no respetamos sus leyes, sus reglas, sus normas, el precio que terminamos pagando es el de nuestras propias vidas, o el de un buen número de vidas de nuestra misma especie.
La contaminación acaba con millones de personas cada año en el planeta y provoca innumerables enfermedades crónicas, o procesos cancerígenos de todo tipo. Cada vez que entramos en una selva virgen para deforestar, extraer petróleo, oro, minerales, capturar especies exóticas, instalar industrias ganaderas, o cultivos transgénicos, nos traemos de vuelta bacterias, virus y otros especímenes vivos y muertos, o medio vivos y medio muertos, para los que nuestro organismo no está preparado.
Les pasó a los indios americanos con la viruela que los diezmó cuando nos la llevamos puesta en la conquista imperial y nos pasa a nosotros con estos virus, cada vez más afinados y perfectos, que pasan de un animal a otro y luego acaban en un ser humano, tarde o temprano se lo contagiamos a un animal y éste a otro y lo volvemos a recibir transmutado, renovado, modificado para hacernos daño de nuevo.
Las industrias farmacéuticas podrían investigar, invertir, dedicar tiempo, dinero y recursos a prevenir, pero prevenir no da beneficios. Gastas dinero y creas productos baratos que previenen antes de que la enfermedad llegue. ¿Dónde está el negocio? No hay negocio.
Lo que da dinero es curar, esperar a que aparezcan los daños, cunda la alarma, dejar que la tensión aumente y el miedo haga su trabajo. Entonces se aceleran las tareas de investigación para encontrar un remedio, una vacuna, un antiviral, que justifican el alto precio de los medicamentos.
Pero claro, son multinacionales, se deben a sus accionistas mayoritarios, a los beneficios empresariales, el reparto de dividendos y cosas así. La distancia moral facilita que ni los dueños, ni los accionistas, ni los altos ejecutivos, ni los gobiernos, se sientan responsables de nada. Ellos hacen su trabajo y un lejano virus, en un sucio mercado oriental, comienza a hacer el suyo. Nadie es responsable, nadie es culpable. Entre aplausos aparecerán un día con la vacuna y santas pascuas.
La misma distancia moral con la que algunos responsables gubernamentales han abandonado las políticas públicas durante décadas de recortes y privatizaciones. Ahora se dedicarán a inaugurar monumentos en honor de las víctimas, en honor de los sanitarios, de los servicios esenciales, las trabajadoras y trabajadores todos, la ciudadanía en general, pero sobre todo los potentados que hicieron donaciones para paliar el desastre, a cuenta de las exenciones y rebajas fiscales, a costa del ridículo dinero que pagan en paraísos fiscales por guardarles sus fortunas.
Monumentos, bandas de música, enormes banderas a media asta, estilo IFEMA pero mejor organizado, en cuadrículas rigurosas (distancia social, lo llaman ahora) de cohortes uniformadas de personal médico, enfermería, urgencias y emergencias, voluntarios, ONGs, cajeras, policías, ejército, riders con sus bicicletas y repartidores de telepizza con sus flotillas de motos. Interminables cuadrículas en la inmensa plaza de las nuevas urbanizaciones de lujo de la recientemente aprobada Operación Chamartín, disfrazada de Castellana Norte. Primero la plaza y su monumento, luego los pisos de lujo, luego ya veremos.
Ya sé que es muy leninista el ejemplo y que a nuestro gobierno de sapos, ranas y princesas, no le animará mucho a la lectura, el poema de Bertolt Brecht, Los tejedores de Alfombras de Kujan-Bulak honran a Lenin. Ese poema en el que los tejedores (consumidos por las inmemoriales fiebres pandémicas del pantano, plagado de mosquitos y por sus largas, tediosas y extenuantes jornadas de trabajo), deciden ahorrar dinero para construir un hermoso busto a Lenin.
Al final del poema, es Stepa Gamalev, soldado del Ejército Rojo, contador de ahorros y hombre despierto, el que formula la propuesta de que el mejor homenaje a Lenin sería comprar petróleo y derramarlo sobre el pantano para acabar con la plaga y las fiebres. Así se decidió y así se hizo, concluye Brecht, no sin antes afirmar,
Honrando a Lenin a sí mismos se beneficiaron
y le honraron beneficiándose a sí mismos.
Aquellos hombres le habían entendido.
Bien, pues así queda dicho, el mejor homenaje a los muertos, el mejor reconocimiento a los vivos, no será montar saraos, con bocadillos de calamares y cerveza abundante, descubrir monumentos, izar banderas gigantes a media asta, escuchar bandas militares para levantar pasiones y música de cámara para que corra el rímel, bailar la conga y desgranar milongas.
El mejor homenaje (ya sé que no querrán oírlo, porque procede de un marista-leninista, no yo, Bertolt Brecht) podría haber sido conservar el IFEMA como hospital para el Coronavirus, con todos sus profesionales dentro, mientras que el resto de instalaciones hospitalarias iban descargando listas de espera acumuladas en consultas, diagnósticos, tratamientos, intervenciones quirúrgicas.
El mejor homenaje podría consistir en duplicar nuestras camas hospitalarias, nuestros profesionales sanitarios y todos aquellos servicios que se han visto al borde del colapso por sobreesfuerzo, o por falta de medios y recursos necesarios para realizar su trabajo sin comprometer seriamente su salud. En las residencias, en la ayuda a domicilio, en los servicios esenciales para las personas, que no son pocos.
Habrá mucho que hacer para reflotar la economía y recuperar el empleo, podremos equivocarnos, o acertar, pero donde nadie debería fallar, cuando la muerte vuelva a visitarnos, es en el fortalecimiento de los servicios públicos de sanidad, educación y servicios sociales, desde las residencias, a las rentas mínimas y desde la ayuda a domicilio a la atención a la dependencia. Dotarnos de los recursos humanos y materiales para hacer frente a estos momentos brutales.
Por una vez, organicemos bien un homenaje, porque en ello nos va la vida.