Hace algo más de un par de años, un mes antes de que la pandemia se desencadenas con toda su crudeza y sus consecuencias de confinamientos, contagios masivos, muertes inaceptables, escribí una carta a Juan Diego, una carta abierta que me publicaron los amigos de InfoLibre.
El Instituto de Estudios Sociales de CCOO de Castilla-La Mancha acababa de conceder a Juan Diego su premio anual Abogados de Atocha. Un premio creado por Pepe Bono cuando era presidente de la Región, pero que la derecha intransigente decidió borrar de la agenda institucional cuando Cospedal se hizo con los mandos.
Recuperado el premio por los compañeros de CCOO en la Región, en el año 2020 le fue concedido a Juan Diego. Un premio que habían recibido anteriormente el periodistas como Rosa María Mateo, escritoras como Almudena Grandes, cantantes como Raimon, juristas como José Antonio Martín Pallín, o como Manuela Carmena.
Juan ya había recogido un premio de los Abogados de Atocha, en su versión madrileña, que cada año concede la Fundación Abogados de Atocha desde que el Congreso de CCOO de Madrid en 2004, aprobase la propuesta de crear una Fundación que cuidase la memoria de los Abogados de Atocha y que defendiera los derechos laborales y sociales.
Hay que recordar que habían transcurrido dos meses desde el duro golpe del 11-M en Madrid y nos pareció necesaria aquella apuesta por la la convivencia pacífica, asentada en el derecho y en la justicia, la libertad y la igualdad. Así, en el año 2015, junto a la jueza argentina María Servini, por su labor de toda una vida defendiendo la justicia universal y en su propio país, Argentina, Juan Diego, junto a Concha Velasco, recogió el reconocimiento, en representación de quienes participaron en la huelga de actores y actrices de 1975.
El Auditorio de CCOO de Madrid, al que dimos el nombre de Marcelino Camacho, acogió el acto. Le decía en aquella carta que estos sindicalistas parecían tener fijación con él y que no sabía qué podían reconocer en él que no vieran en otros. Y yo mismo me respondía, le respondía, que tal vez fuera esa mezcla de dureza y fragilidad, o de fragilidad combatida con voluntad de ser.
Dureza, fragilidad, voluntad de ser en pasajero golpista del Dragon Rapide, en señorito insufrible y despiadado de los Santos Inocentes, o en el general Armada del 23-F. Le encontrábamos en el amor mesiánico, redentor y milenarista que buscamos con la misma intensidad de Juan de la Cruz. O en la añoranza de aquel primer blanco y negro de Estudio 1, en el que triunfaba haciendo teatro televisivo sin descanso.
Juan Diego se lo ha llevado todo, los Goya, varias veces. Los Max, la Concha de Plata en San Sebastián, Viña del Mar en Chile, Málaga, Turia, ACE en Nueva York, Círculo de Escritores Cinematográficos y, cómo no, el de sus compañeros y compañeras de la Unión de Actores, el sindicato de tantas y tantos jóvenes y no tan jóvenes actores, que sobreviven, con frecuencia como camareros y que pocas veces consiguen subirse a un escenario y cumplir su sueño.
En 1975, el dictador no había muerto, la dictadura hacía todo lo posible por sobrevivirle. El miedo atenazaba a muchas personas. Y ahí estaban los actores y actrices, convocando una huelga para reclamar cosas de puro sentido común: Un día de descanso semanal, el pago de los ensayos, sólo una función al día.
Con un sindicato franquista oficial, aquella huelga suponía jugarse detenciones, cárcel, perder el trabajo y hasta ser acusados de terrorismo. Nada de todo ello faltó. La huelga comenzó en Madrid y se fue extendiendo a cada día más teatros, secundada por los actores de Barcelona, Televisión Española, y otros lugares del país. Hasta los circos y los tablaos pararon.
No fue general, pero fue masiva. Y sí, hubo detenciones, agresiones, presiones de todo tipo, despidos y acusaciones de lo más variadas, incluida la pertenencia a las bandas terroristas FRAP y ETA. Allí estaba Juan Diego, dando la cara y la puso ante las cámaras, aún a riesgo de sufrir la represión de tipos como el famoso, exaltado y premiado Billy el Niño, que campaban a sus anchas.
Pareció una derrota la desconvocatoria de la huelga a cambio de libertad para los detenidos, con multas duras, despidos directos, despidos encubiertos, listas negras. Pero aquella derrota cambió el mundo de los actores. Le dije a Juan Diego que aquella huelga les dio confianza, les llenó de orgullo y, más temprano que tarde, las funciones fueron diarias, los ensayos reconocidos como tiempo de trabajo retribuido, al menos un día de descanso semanal.
Las Comisiones Obreras eran ilegales y sus dirigentes, juzgados en el Proceso 1001, se pudrían en la cárcel de Carabanchel. Los Tribunales de Orden Público habían hecho una escabechina de sindicalistas y militantes políticos, especialmente del PCE. El dictador se aprestaba a morir matando, pocos meses antes de partir hacia Cuelgamuros. El franquismo seguiría matando por las calles y en los despachos de abogados aún años después de la muerte de su Caudillo.
Me entretenía luego hablando de la difícil situación de nuestros actores y de los jóvenes en general en un país como el nuestro, que les obliga al exilio forzoso, para terminar diciéndole a Juan que, hoy, como ayer, así tomados de uno en uno, de una en una, no somos nada, casi nada. Que hoy, como ayer, toca defender unidos los derechos, fortalecer la democracia, preservar la libertad, Ninguna de las dos, democracia y libertad, salen gratis, ambas cuestan y no se conquistan para siempre. Siguen siendo nuestro compromiso compartido y necesario de cada día.
Juan siempre estuvo con nosotros, en nuestras luchas, en nuestros triunfos y nuestros fracasos. Juan seguirá con nosotros, en nuestras batallas, en nuestras ganas de vivir, como memoria, como ejemplo.