Mujeres antes de la tormenta

He decidido dejar pasar el 8 de marzo. Podría haber escrito algo con anterioridad, pero tal y como está el patio bien pudiera haber ocurrido que alguien me hubiera acusando de ser un agente encubierto del machismo patrialcal y misógino, o aún peor del feminismo transfóbico.

A fin de cuentas, en ciudades como Madrid, la división de las manifestaciones del 8-M, una por la mañana y otra por la tarde, proviene de un agrio debate en el que abundan incomprensibles palabras como transfobia, cisgénero, binarios y no binarios, malgenizar, deadnaming, queer, salir del clóset, transicionar y otros muchos términos en los que hace tiempo que me he perdido. Imagino que no soy el único.

Vengo de un tiempo en el que todo parecía mucho más sencillo, aunque probablemente no lo fuera. La mitad de los seres humanos eran hombres y la otra mitad mujeres. Los desarrollos variados de las civilizaciones habían ido conduciendo al mismo escenario en el que los hombres ostentasen un papel privilegiado y las mujeres un papel laboral, social y culturalmente secundario.

Un escenario en el que abunda la violencia de género, la opresión de la mujer y que determina las brechas salariales, educativas, de condiciones de trabajo y las distintas maneras de asumir las responsabilidades en las labores de mantenimiento, gestión familiar, atención a los hijos y a las personas dependientes.

Esa desigualdad entre mujeres y hombres, hizo que hasta decidir quién gobierna en un país, un ayuntamiento, fuera durante siglos tarea de hombres, o que trabajos especialmente penosos fueran desempeñados por mujeres y niños, en largas jornadas laborales. Hizo que las mujeres no pudieran comprar, vender, denunciar, sin permiso de sus maridos. Hizo que las asociaciones de vecinos fueran, durante el franquismo, asociaciones de cabezas de familia.

Muchos chicos de mi generación, durante la famosa y denostada Transición, entendimos que no era justo el reparto de tareas que nos había sido asignado. Entendimos que la lucha por la igualdad debía ser protagonizada por las mujeres, pero que era cosa de toda la humanidad y, sobre todo, que las lavadoras, la limpieza, el cuidado de los niños, las idas y venidas al colegio, la compra diaria, debían ser tareas compartidas.

No se trataba de ayudar en casa. No se trataba de echar una mano a la “parienta”. Se trataba de ser compañeras y compañeros, con las mismas responsabilidades. Se trataba de remover las desigualdades laborales que determinaban que trabajos con las mismas competencias y tareas fueran etiquetados con categorías distintas y pagados de forma desigual.

Asumíamos el feminismo, como asumíamos la lucha de clases, las diferencias determinadas por el origen social y las discriminaciones que hacía que unos fueran propietarios y los demás trabajadores a su servicio, proletarios. En el peor de los casos, lumpemproletariado, sin oficio ni beneficio, sin formación, sin trabajo, sin sueldo, fácilmente dominable y manipulable por las clases capitalistas. Todo parecía mucho más sencillo.

Ya entiendo que las cosas se han complicado bastante desde entonces. Que las clases sociales han desaparecido del imaginario colectivo y que hablar de la lucha de clases, es como mentar la soga en casa del ahorcado. Ya entiendo que nada es lo que era.

Hasta los partidos que hicieron todo lo posible para heredar los votos acarreados por la revuelta del 15M, acabaron por concluir que ya no había derechas, ni izquierdas, sino conglomerados de intereses diversos, distintos, líquidos, cambiantes y, a menudo, intercambiables.

No entiendo gran cosa del debate suscitado en torno al 8-M, aunque tengo mis convicciones en torno a la prostitución, en torno a la ley Trans, o a los vientres de alquiler. Reconozco que, en estas cosas, mi visión es más bien clásica. No me gusta la prostitución gobernada por proxenetas. No me gustan los vientres de alquiler. Cosas así.

Lo que sí entiendo es que, mientras andamos perdidos en el debate de galgas y podencos, las manadas siguen sueltas y hasta ven reducidas sus condenas. Lo que sí entiendo es que, perdidos en el debate de las palabras y los conceptos, muchas personas han desistido de entender nada y crece en las encuestas el número de quienes manifiestan que lo que llaman “feminismo” está yendo demasiado lejos, hasta el punto de que los discriminados son ahora los hombres.

Uno de cada cuatro opina ya que el feminismo, a estas alturas, hace más mal que bien. Opiniones que conviven con la conciencia de las desigualdades persistentes y de la exposición mediática a contenidos sexistas y misóginos. Todo lo cual me hace pensar que no todo está perdido.

Tal vez debería darle una vuelta ahora que aún estamos a tiempo y decretar una tregua en torno al 8-M, para volver a coincidir en lo esencial. En torno a la bandera de la lucha por la igualdad, contra la discriminación de las mujeres y afrontar la tarea de promover una sociedad que remueva todo tipo de discriminaciones.

Por lo pronto, las mujeres de mi clase, mayoritariamente mujeres adultas, venidas de Marruecos, o de alguno de los 115 países que han llegado a Parla, han leído el libro Trampa de fuego, que evoca aquel terrible incendio de la fábrica textil Triangle de Nueva York, en el que murieron 146 personas, entre ellas 126 mujeres, emigrantes italianas, del Este de Europa, judías, jóvenes.

En estos días, hemos comenzado una lectura teatralizada, o un teatro leído, de La casa de Bernarda Alba. Se me ocurre que, tal vez, deberíamos volver a crear uno, diez, cien puntos de encuentro, donde hablar, pensar en voz alta, reflexionar, debatir, sobre la igualdad que nos abandona, sobre el feminismo que necesitamos y sobre el futuro que deberemos conquistar, antes de la inevitable tormenta.

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