Sí, fue un 29 de octubre de 2010. El día de la muerte de Marcelino Camacho. Se cumple una docena de años. Me piden que escriba algo. Compruebo en mi blog que he escrito decenas de artículos en los que, de forma monográfica, o como referencia obligada, aparece la figura de Marcelino. Marcelino en la fábrica Perkins, en la Escuela de Formación Profesional de la Virgen de la Paloma, juntando voluntades.
Muchas veces he contado al Marcelino detenido en el convento de los oblatos, allá por 1972, un 24 de junio, junto a toda la cúpula de las ilegales y clandestinas CCOO. Y, junto a él, en libertad, o en la cárcel, Josefina, siempre Josefina. Porque casi siempre hubo una mujer buena junto a los muchos Marcelinos que se la jugaron durante la dictadura para traer la democracia, para defender a nuestra gente, sus derechos laborales y sociales.
He escrito sobre él en su casa de Carabanchel, en la que alguna vez degusté las famosas magdalenas de Josefina, o en la cárcel donde era el primus inter pares, el primero entre iguales de los 10 de Carabanchel, los encausados en el Proceso 1001, aquel juicio que comenzó el mismo día en que fue volado por los aires Carrero Blanco, el hombre de confianza del dictador, su Jefe de Gobierno.
Cuentan que el juez, les espetó:
-Si por mí fuera los fusilaba a todos ahora mismo.
Las condenas fueron desproporcionadas para unas personas sin delitos de sangre, sin actos de violencia a sus espaldas. Más de 160 años de cárcel de los que sólo se libraron a través de un indulto Real, tras la muerte del dictador. Comenzaba el tiempo de la bien ganada democracia y el momento de la transformación de un movimiento sociopolítico en un sindicato.
No es que Camacho renunciara a construir un sindicato único que integrase el sindicalismo socialista, el comunista, el anarquismo. Pero iba a ser imposible. El socialismo del momento había decidido reconstruir la UGT con todos los recursos nacionales y extranjeros a su alcance. La USO pronto dio los pasos para constituirse en un sindicato de inspiración cristiana y el sindicalismo vasco hizo otro tanto.
Los anarquistas no estaban dispuestos a integrarse en un sindicato de mayoría comunista y comenzaron la reconstrucción de la histórica CNT, mientras que cada partido a la izquierda del PCE intentaba por todos los medios fracturar las CCOO y construir un sindicato que llevase el nombre de unitario.
Pero Marcelino siguió manteniendo la ilusión de alcanzar un único sindicato, diverso, plural, unitario, sociopolítico y de clase, entre otras marcas definitorias. No fue posible pero, tras los iniciales enfrentamientos abiertos con la UGT, que tardaron años en restañarse, llegó aquel clima de entendimiento que condujo a la Huelga General del 14-D de 1988 y a la cultura de unidad de acción sindical que, pese a muchos, ha pervivido en el tiempo.
Hubo un momento, tras los conflictos internos desencadenados en el sindicato, en que Marcelino quedó apartado de cualquier tarea vinculada a la dirección. Nadie quiere ya recordarlo pero, tras la bronca de los carrillistas, originada por un enfrentamiento externo a CCOO, en la órbita del Partido Comunista, llegó la bronca interna que dio lugar al Sector Crítico, encabezado por Salce Elvira y Agustín Moreno. El 6º Congreso de CCOO, en 1996, ratificó la fractura interna y apartó a Marcelino de la Presidencia de CCOO.
Costó años recomponer la unidad interna y fue en Madrid donde dimos el paso de restañar las heridas y dar el nombre de Marcelino Camacho al Auditorio de CCOO de Madrid, un salón de actos con capacidad para cerca de 1000 personas que ha sido el lugar donde hemos celebrado Congresos, donde hemos convocado huelgas generales, donde se celebran asambleas masivas de trabajadores como la de SINTEL, o las de las Huelgas Generales, festivales solidarios, muestras culturales.
En el Auditorio Marcelino Camacho hemos acogido el velatorio del propio Marcelino. Allí despedimos también a Santiago Carrillo, o a Marcos Ana y ha sido el lugar donde hemos rendido homenaje a Marcelino y Josefina, al propio Marcos Ana, a Carlos Álvarez, a Indio Juan y a otros muchos de los nuestros.
No creo en la existencia de hombres perfectos, porque nadie lo somos y, sobre todo, porque cada vez que alguien es catalogado como perfecto, suele ser para apartarlo del común de los mortales. Un ser extraordinario produce admiración, pero no deseos de emulación, porque nadie puede ser como él. Irrepetible, inalcanzable.
Marcelino no era de esos. Era de los que se implicaba hasta el fondo, tomaba partido hasta mancharse, acertaba y se equivocaba. Quienes le conocieron en aquellas primeras CCOO y desde los tiempos de la cárcel, cuentan muchas anécdotas de sus aciertos, de sus equivocaciones y, sobre todo, de su bonhomía. Aquello que Machado definió: en el buen sentido de la palabra bueno.
Junto a Marcelino y Josefina te sentías como en tu familia. Su delicadeza en el trato, sus ademanes siempre afables y educados, sus maneras de hacer sentir afecto, de hacerte cómoda la estancia, de ofrecerte siempre un momento agradable en torno a un café y unas magdalenas, eran sus señas de identidad y fue eso y no una cómoda perfección, lo que nos ha convocado siempre a seguir sus pasos y su ejemplo.
Fue aquel estilo personal el que nos hizo creer que si a ellos no los domaron, a nosotros no nos iban a doblar, ni mucho menos a domesticar.