Orgullo de la política

Hubo un tiempo en el que la política estaba bien vista. Puede parecer mentira para quien no lo conociera, pero así era. Hace cincuenta años las personas de mediana edad y sobre todo los jóvenes, se asomaban a la aventura de construir una democracia en este país de todos los demonios que vivía en una guerra civil de nunca acabar.

Había muerto en la cama uno de los dictadores más grises y más exitosos de la historia europea, comparado con sus coetáneos el alemán Adolfo, el italiano Benito, el belga Léon, o el croata Ante. Ninguno duró tanto en el cargo, ninguno murió al frente de la dictadura que encabezó.

En aquella época yo daba clases porque había decidido ser maestro, como lo volveré a hacer a partir de septiembre. Pertenecía a aquella generación que creía que el maestro no enseña, sino que es el alumno el que aprende. El maestro anima, facilita el proceso, incita, para que la necesidad de aprender se abra camino. En realidad el maestro aprende cada día tanto como sus alumnos.

Y yo aprendía muchas cosas. Por ejemplo, aprendí que el problema de los demás es igual al mío. Salir de él todos juntos es la política. Salir de él solos es la avaricia, el egoísmo, el sálvese quien pueda, la ruina de la humanidad toda. Son lecciones que nunca he olvidado, que me han ayudado a vivir y a encontrar el camino cuando me he visto en encrucijadas.

Comencé mi carrera profesional en la enseñanza pública en una Unidad Vecinal de Absorción (UVA), aquellos barrios de casas prefabricadas en las que el franquismo había concentrado a los inmigrantes y a las clases más pobres de la ciudad. A los que vivían en chabolas.

Aprendí que trabajar cada día con los hijos de los pobres y  amar la política es una sola cosa. No se puede amar a criaturas marcadas  por leyes injustas y no querer leyes mejores. Eso es, lo que enseñaba aquel curita llamado Lorenzo que creó una escuela para chavales campesinos en las montañas de la Toscana, en una perdida aldea llamada Barbiana.

Proponían aquellos chavales, en su osada Carta a una maestra, que podría haber dos tipos de enseñanza. Una se llamaría Escuela de Servicio Social a la que irían quienes decidieron dedicar su vida solamente a los demás. Con los mismos estudios se formarían curas, maestros de enseñanza obligatoria, sindicalistas y políticos.

Esta forma de ver las cosas me hace rechazar sistemáticamente aquellas visiones que reniegan de la política. Puedo entender que se cuestione a unos políticos que han convertido la política en un ejercicio de autocomplacencia, egocentrismo profesionalizado y acceso a riqueza, poder y puertas giratorias, pero es que eso  no es política, eso es degeneración de la democracia.

He visto a los actores de eso que se ha venido en llamar nueva política, despotricar abiertamente contra aquellos que protagonizaron la Transición española, cuyos errores parece que dieron lugar a los problemas que ahora atravesamos. Y, sin embargo, los políticos de la tan denostada Transición hicieron lo que pudieron. Franco había muerto en la cama y la inmensa mayoría de la sociedad estaba en disposición de acordar un contrato social, una Constitución democrática. La izquierda aceptó el reto y se puso a la tarea, no sin pagar un precio de sangre y de renuncias.

Las bases económicas del franquismo, sus grandes constructoras y bancos, permanecieron intactas y salieron sin grandes sustos del proceso. Tampoco los franquistas escondidos entre la judicatura, la policía, las universidades, o el ejército, fueron sometidos a depuración alguna. Ni tan siquiera tuvieron que hacer una declaración de principios democráticos, ni someterse a ninguna Comisión de la Verdad, aunque tan sólo fuera para recocer sus actos pasados.

Pero que entonces no se pudiera, no significa que hoy sigamos padeciendo el silencio y condenandonos al olvido. No justifica que los poderes económicos sigan operando de forma oscura y gobernando en la sombra los designios de la política. Hoy nos enteramos de las importantes comisiones que pagan, de las puertas giratorias que utilizan, o de sus acuerdos para pactar precios, contratos y concesiones administrativas.

Esa responsabilidad no es de los políticos de la Transición, sino de quienes vinieron después y de aquellos que ahora mismo asumen esas funciones. Por eso me parece muy conveniente que los políticos (las políticas también, pero nunca les politiques) se apresten a escuchar a la ciudadanía.

Eso sí, escuchar a tumba abierta y no pronunciar discursos que anuncian derechos genéricos, que luego son respondidos por ciudadanos seleccionados. Al igual que ensalzar a la ciudadanía no significa despreciar las fuerzas políticas existentes.

Al final, aunque los partidos no aparezcan en los estrados de los discursos, son los mismos partidos de siempre, a veces con distintos collares, los que deciden las listas, imponen a los representantes electos y a los cargos públicos. Más vale que lo reconozcamos, lo conozcamos y exijamos responsabilidad y transparencia, cambios reales, coherencia, mesura y limitaciones a quienes nos gobiernan.

Si alguien nos puede sacar de los atolladeros en los que andamos metidos es la política y los políticos honestos. Es ahora cuando necesitamos personas dispuestas a dejarse la piel buscando soluciones equilibradas y reales para los problemas de un mundo en descomposición.

A partir de ahora será importante escuchar, pero habrá que reivindicar una política capaz de enfrentarnos con la verdad y con las duras decisiones que tendremos que tomar para transformar el derroche capitalista en la austeridad solidaria que trabaja por la justicia. Alguien tiene que hacernos sentir de nuevo orgullo de la política.

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