Fernando Aramburu, el autor de Patria, escritor de la memoria, se ha adentrado en la tragedia de Ortuella, desde el reconocimiento de que aquel golpe colosal reclamaba un espacio propio en la vida del pueblo vasco. Yo añado que no sólo del pueblo vasco, sino en la vida de toda España.
Aquel desgarro nos arrebató la vida de 50 niños y tres adultos. Niños y niñas que comenzaban sus estudios de primaria en el colegio público Marcelino Ugalde de la localidad de Ortuella, en la margen izquierda de la ría de Bilbao, Ezquerraldea.
Se cumplen 44 años desde aquel 23 de octubre de 1980 en el que una bolsa de gas propano de la calefacción, acumulada bajo el colegio, estalló en el momento en que un fontanero prendió el soplete con el que quería realizar una soldadura que reparara una avería.
La explosión fue escuchada en todas las localidades cercanas. Muchos creyeron que, de nuevo, un atentado de ETA, había roto la siempre precaria ausencia de violencia. Pero no. Por una vez se trataba de un accidente, más brutal que cualquier atentado terrorista.
El dolor en toda España, en todos los colegios, las familias, los niños, el profesorado, fue terrible. Yo daba clases en el colegio público San Roque, el colegio en el que estudiaban los niños y niñas de la Unidad Vecinal de Absorción (UVA) de Villaverde y del barrio de San Andrés.
Sentí que tenía que escribir algo, especialmente cuando el Ministerio de Educación (no había aún consejerías de educación, ni comunidades autónomas) decretó un día de vacaciones escolares, a modo de día de duelo nacional educativo.
Eran años muy duros en los que la Constitución había sido aprobada hacía menos de dos años, un nuevo modelo escolar y educativo estaba en juego, las insuficiencias y los problemas materiales y de personal, en los centros educativos, eran terribles. A la vez, eran años ilusionantes en los que creímos que otra educación sería posible. Lo seguimos creyendo, pero con muchas derrotas a las espaldas.
Lo que aparece a continuación es el artículo que me publicaron en la revista educativa Escuela Española, un par de semanas después de la tragedia. Me parece bueno recordar, ahora que se cumplen 44 años de aquel golpe brutal, cómo pensaba en aquellos días y cómo escribía, lleno de imperfecciones nerviosas, pero diciendo algo no muy distinto de lo que hoy diría:
Ortuella no es una fiesta
Es difícil discernir qué pretendía el Ministerio de Educación dando vacaciones el viernes 24 de octubre a todos los alumnos de EGB, BUP y Formación Profesional, por los niños y los trabajadores de la enseñanza muertos en el trágico accidente de Ortuella.
Sólo se me ocurre un motivo válido, desde el punto de vista de los intereses ministeriales, que justifique esta medida: la esperanza de que con el fin de semana alargado en los colegios y una vez cumplidos los ritos sociales, necesarios, pero no aisladamente y sacándolos de contexto, los colegiales y maestros vuelvan a las aulas sin haber reflexionado colectivamente que Ortuella podría hoy llamarse cualquier lugar de España, si nos fijamos en muchos colegios que tienen serias deficiencias en su infraestructura física (bombonas de gas en las aulas, tendido eléctrico por encima del colegio, deficiente ventilación e iluminación de las aulas…) y aún sin contar las innumerables deficiencias pedagógicas.
Se me ocurre que en las aulas, redactando y mandando cartas de solidaridad al pueblo de Ortuella y de protesta a la Administración por éste y otros muchos accidentes, realizando asambleas con los padres, leyendo y comentando en los periódicos las circunstancias de este trágico suceso, nos hubiéramos sentido mucho más solidarios con Ortuella y, de paso, quizá, hubiéramos sentido la imperiosa necesidad de ponernos manos a la obra, todos juntos (padres, maestros, alumnos) y para transformar la escuela.
Todo hubiera sido válido, menos pasarnos el día frente al televisor, o tirando piedras a los perros por la calle, o gozar de un anticipado fin de semana.
¿No se les ocurrió a los señores de la Administración cerrar las discotecas, billares, bares, bingos, clubs nocturnos, e incluso suspender por un día la televisión, aún cuando sólo fuera por ver qué ocurría en una familia cuando todos tuvieran que mirarse de frente a la hora de comer?
Por otro lado, teniendo en cuenta que los niños no van al colegio más de 180 días al año, lo cual supone dos horas y media de colegio por día como media anual y sopesando que la escuela es el único medio de acceder a la cultura, a la conciencia crítica y al dominio de la palabra con el que cuentan los niños campesinos y los de la periferia de las grandes ciudades, no es muy aventurado afirmar que es un lujo desmedido el privarles a todos de cinco horas de clase. Son medidas como éstas las que contribuyen a agrandar el foso entre las clases sociales.
Ya va siendo hora de que la Administración deje de pensar que la mejor forma de solucionar los problemas es dispersarlos en el tiempo, ahogarlos con los ruidos del televisor, o taponar, con la mordaza de la impotencia, las bocas que, dolidas, se quejan.
Francisco Javier López Martín
Maestro de Villaverde