Parecernos a los de Atocha (futuro)

En el año 2000 fui elegido para dirigir las CCOO de Madrid. Lo hice durante 12 años. Unos dirán que para bien y otros que para mal. Son muchos los acontecimientos que me tocó vivir en esa docena de años. Dirigir tres huelgas generales en el escaparate capitalino de las Españas. Y participar en una cuarta, que fue más bien un paro laboral y social, contra la Guerra de Irak, en el que dimos libertad a nuestras afiliadas y afiliados para participar, aunque nuestra Confederación no lo hiciera.

En 2002 tuvimos que organizar la primera de aquellas huelgas generales. Y antes aún, desde enero de 2001 y durante más de seis meses, defender y canalizar la solidaridad con el Campamento de la Esperanza de los trabajadores de SINTEL, en la Castellana. Contra viento y marea, contra la mafia de Miami y los gobiernos de turno, en las calles. Al final, el triunfo fue amargo y el coste que tuvimos que pagar por tamaña osadía fue muy alto,  hasta dentro de la organización.

Estaba en la Asamblea de Madrid, como invitado, cuando se produjo el primer golpe de estado exitoso dentro de la democracia. El Tamayazo en Madrid, aquel 10 de junio de 2003, marcó un punto de no retorno en el atrevimiento de los corruptos nacionales y nacionalistas por hacerse con las riendas del poder económico y político, no sólo en Madrid, sino en toda España.

La Gürtel, la Púnica, Lezo, Pokémon, o los casos Pujol, Palau, Pretoria; los negocios oscuros tras las campañas privatizadoras de los hospitales; los regalos de suelos y mamandurrias para nuevos centros educativos concertados y universidades  privados, los chanchullos en el Canal de YII, las operaciones de control de Cajamadrid marcadas por los choques internos dentro del PP, recibieron el pistoletazo de salida aquel día en el que dos tránsfugas no votaron a Rafael Simancas como Presidente de la Comunidad de Madrid. Ese mismo día, casualmente, inaugurábamos el monumento a los Abogados de Atocha, esculpido por Juan Genovés, en la plazuela de Antón Martín.

Al final de aquel mandato, cuando preparábamos el Congreso Regional de CCOO, en mitad de un intenso debate interno, se produjeron los atentados del 11-M en los trenes que conducían a miles de trabajadores, trabajadoras, estudiantes, hacia Atocha. Aquel día en el que los heraldos negros de la muerte cayeron sobre Madrid y hasta el cielo lloró.

Aquel Congreso lo inauguró Miguel Ríos con un impresionante canto a la Paz y en homenaje a las víctimas del atentado. No busco crédito artístico, sino decir que otro mundo es posible: No queremos vivir no con injusticias ni con guerras, sino con el derecho a ser tratados como lo que somos, personas. NO A LA GUERRA.

Nunca he vivido un momento inaugural como aquel, en el que tan sólo Ana Botella, que acompañaba al alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, como concejala del Ayuntamiento de Madrid, permaneció ostentosamente sentada. Su marido acababa de perder unas elecciones por mentir sobre aquel atentado, pero aún así creo que se equivocó.

Tan sólo aquellos primeros cuatro años al frente de las CCOO de Madrid darían para libros, documentales, artículos y hasta Misterios Bufos sin cuento. De nada me envanezco, porque las victorias tienen, como todo el mundo sabe, innumerables padres y tampoco me arrepiento de las derrotas, aunque su padre sea solo uno, es decir yo mismo.

Me ocurre, con la memoria de estos años,  un poco como al replicante de Blade Runner. Me parece haber visto cosas que vosotros no podríais creer. Ciertamente no son naves de combate en llamas más allá de Orión, pero tampoco creáis que fueron mucho menos intensas. En todo caso, si de algo me siento orgulloso es del camino que fuimos abriendo y que condujo a la creación de la Fundación Abogados de Atocha.

Cada 24 de enero, desde 1977, no más de veinte personas, visitábamos los cementerios donde se encontraban enterradas las víctimas de la mal llamada Matanza, en la que varios pistoleros de la ultraderecha quisieron dar un escarmiento a los huelguistas del transporte madrileño y a sus defensores, los abogados laboralistas de las CCOO, del PCE y de las Asociaciones de Vecinos, que trabajaban en la calle Atocha 55. Un despacho de abogados, cooperativo, que dirigía Manuela Carmena.

Luego, algunos cientos de personas, nos concentrábamos ante el portal del despacho de Atocha, número 55, donde habíamos logrado instalar una placa en memoria y recuerdo de los asesinados. Allí, junto al PCE y la Federación de Vecinos, las CCOO de Madrid, depositábamos unas coronas de flores y escuchábamos las palabras de Miguel Sarabia, uno de los cuatro sobrevivientes, junto a Luis Ramos, Lola González Ruiz y Alejandro Ruiz-Huerta.

Habíamos inaugurado, en el año 2000, un centro de formación al que dimos el nombre de Abogados de Atocha. Habíamos conseguido que muchas calles, centros culturales, plazas, parques, en numerosas localidades de toda España, llevaran el nombre de Abogados de Atocha. El monumento del Abrazo, en Antón Martín, suponía un reconocimiento perdurable en Madrid.

Pero, en una España como la que se venía encima, nos pareció que podíamos aportar algo que marcara el camino y crear una fundación para recordar a Francisco Javier Sauquillo, Javier Benavides Orgaz, Enrique Valdelvira, Serafín Holgado y Angel Rodríguez Leal, cinco jóvenes asesinados por defender los valores de la libertad, la justicia, la paz, la democracia, con las únicas armas de la palabra y el derecho. Acompañar a quienes sobrevivieron y a las familias y reconocer la labor de cuantos siguen defendiendo esos mismos valores.

Así, el Congreso de CCOO de Madrid, hace catorce años, aprobó crear la Fundación Abogados de Atocha, presidida hoy por Alejandro Ruiz-Huerta. De los cuatro que sobrevivieron al golpe mortal, ya sólo él  queda entre nosotros. Se cumplen 41 años del atentado de Atocha.

Pero la memoria de Atocha no es patrimonio de CCOO, ni de quienes creamos la Fundación, ni del PCE, ni de la izquierda de este país. Aquellos jóvenes de Atocha son algunos de los mejores frutos que este país llamado España ha dado. Sufrieron la última ejecución masiva y sumaria de una dictadura huérfana de dictador que se resistía a morir. A partir de entonces la dictadura fue irreversible pasado. La democracia era ya el imparable futuro.

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