Más de la mitad de los habitantes del planeta utilizamos internet. Es cierto que muchísimas de esas personas se encuentran en los países que llamamos desarrollados, pero también es cierto que, año tras año, el uso de internet, especialmente a través de dispositivos móviles, crece en los países del Sur, entendidos como esa interminable cantidad de familias pobres dentro de los países pobres.
Prácticamente la totalidad de la población del mundo podría acceder a internet, porque la cobertura de redes móviles está muy extendida. Acceder a la digitalización, sin embargo, no va a impedir que las diferencias de partida contribuyan a que las desigualdades aumenten entre los más ricos y los más pobres.
Las ayudas públicas y estatales procuran paliar esa situación, pero la clave consiste en que, al final, esas personas puedan conseguir la suficiencia económica y la autonomía personal. Que esas personas salgan de la informalidad porque su empleo deje de ser empleo en la sombra, porque sus iniciativas económicas pasen a ser regulares, porque puedan beneficiarse de la educación, del acceso a la vivienda, al crédito, o a la Seguridad Social.
El Estado Social y Democrático de Derecho que aparece en el frontispicio de nuestra Constitución no alcanza por igual a toda la ciudadanía, no es igual para todos, no nos beneficia de la misma manera. Obedecemos la ley, pero no podemos confiar en que esa ley nos va a tratar de la misma manera.
Algunas personas, en este planeta, no pueden confiar demasiado en las manos que pueden echarle el mercado y su brutal competencia, ni las leyes del Estado. Tienen que depositar su confianza en la familia, en el apoyo mutuo de la unidad familiar más o menos extensa, o bien tienen que confiar en una política y en una economía de proximidad que puede ayudarles a cambio de clientelismo, de fidelidad, de voto cuando llegan las elecciones. Una cadena circular de favores. Yo te ayudo, tú me votas.
En los países pobres la combinación de estos dos procesos clientelares y de recurso a la familia se define como la trampa de la pobreza. Sobrevives, pero te quedas atrapado en el circuito de favores y redes clientelares. Es más frecuente en los países pobres, pero conserva reductos en algunos lugares en países medianos, o incluso ricos.
La digitalización, nos explican algunos expertos, puede tener ciertas virtudes a la hora de salir de la pobreza y romper ese círculo vicioso, pero no siempre esos beneficios funcionan. En primer lugar porque los países pobres suelen tener un peor acceso a internet y a redes móviles. El comercio digital tiene pocas posibilidades en esos lugares.
En segundo lugar porque sus sistemas educativos tienen muy pocas posibilidades de extender la alfabetización digital. Los niños y los jóvenes aprenden por su cuenta y sus padres aprenden malamente. En consecuencia, los cambios digitales pueden producir avances, o pueden terminar contribuyendo a producir mayores desigualdades y a una utilización de las nuevas tecnologías al servicio del reforzamiento de los mecanismos de supervivencia preexistentes.
En muchos países la digitalización se traduce en mayores posibilidades de vigilancia, control, análisis y seguimiento de las personas por parte de las grandes corporaciones y de los Estados interesados en utilizar la capacidad de procesar los ingentes datos que sus dispositivos móviles están emitiendo constantemente.
El interés de esas grandes corporaciones y de muchos gobiernos tenderá a impulsar una digitalización que lo cambie todo para que nada cambie. Sin embargo, para las personas, la digitalización debe permitir aprender y aprehender nuevos conocimientos y habilidades digitales, pero al servicio de la mejor calidad de su propia vida y de la de los suyos.
No se trata, por lo tanto, de adoptar prácticas y formas de vida importadas, ni de imponer una colonización digital del Norte sobre el Sur, sino de reforzar nuestros propios valores, nuestra cultura, la solidaridad de las sociedades donde vivimos, en un mundo más abierto, comunicado, que es capaz de promover la justicia, la libertad, el diálogo, la participación y la convivencia pacífica.