El poeta Dámaso Alonso va camino de cumplir 126 años. Nació un 22 de octubre del trágico 1898. El de la pérdida definitiva de Cuba, Filipinas y el imperio colonial. Hay una biblioteca madrileña que lleva su nombre, en el barrio de Chamartín, en el que vivió. Una biblioteca que convocó el pasado año un premio de poesía para conmemorar la fecha.
El premio, con dos únicas categorías, infantil y adultos mayores de 14 años, consistía en la publicación del poema ganador y los finalistas, un diploma, un lote de libros y un regalo “corporativo”, que no sé exactamente qué era. Lo suficiente, todo lo que un escritor necesita, para que me decidiera a presentar un poema.
No soy un gran conocedor de Dámaso Alonso, la verdad. No es sólo que no haya hecho un doctorado sobre él. Es que ni tan siquiera he escrito un trabajo, no he publicado una reseña, una recensión, un artículo.
Me pasó desapercibida la foto de su presencia en los actos fundacionales de la Generación del 27. Se me escabulló entre sus coetáneos aprovechando sus muchos viajes de trabajo al extranjero, o sus estancias en las universidades de Berlín, Cambridge, Stanford, Columbia y más tarde Oxford, o Leipzig.
No le ubiqué nunca junto a Lorca, Dalí, Buñuel, Alberti, Cernuda, o Altolaguirre. No conocía su relación privilegiada con Vicente Aleixandre. Lo consideré siempre un 27 tan sólo nominal. Más bien un poeta de la generación de postguerra, que había pasado los años de la contienda en la España republicana a trasmano y que había encontrado un cierto acomodo en la España franquista.
Tuve que esperar a que el viento de los tiempos me trajera volando un mapa distinto de España y de sus españoles, para descubrir otras sombras proyectadas en las paredes encaladas, otras nubes, otros pueblos, otros patios y otras casas. Esperar para toparme con Hijos de la ira y descubrir al poeta del desarraigo al comienzo de la postguerra.
Aquellos poemas estaban llenos de la desilusión que provocan las obras del hombre, la impotencia y la sensación de injusticia, la conciencia de los horrores de la guerra, la muerte y el silencio de Dios. Unas sensaciones que podía compartir perfectamente con él, pese a mis orígenes sociales tan distintos y mis creencias políticas tan aparentemente alejadas de las suyas.
–Yo escribí Hijos de la Ira lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y la total desilusión de ser hombre,
dice Dámaso y somos muchos los que nos sentimos atrapados por esas palabras.
Pero volvamos al premio en cuestión, al premio Dámaso Alonso de la Biblioteca de Chamartín. Dejadme hablar de mi pasión por el trabajo de los bibliotecarios, de las bibliotecarias, que cada día nos acompañan en la búsqueda, la investigación, el encuentro con otras vidas, otras experiencias, otras maneras de entender y vivir el mundo.
Me han acompañado en un largo recorrido en el que me he encontrado con esas gentes militantes de las bibliotecas, en los lugares más separados en el mapa. De Orcasitas a Lekunberri, del Retiro a Berlín y de vuelta a Hervás, de Usera a Francos Rodríguez. Y en cada uno de esos lugares el empeño por propiciar momentos de encuentro con la lectura.
Les mandé un poema, uno que habla de mi abuelo, que partió a la guerra en los altos del Guadarrama. Un hombre que debió de sentirse llamado a defender su tierra cuando al pueblo, Collado Mediano, llegaron los milicianos del incipiente Quinto Regimiento y que, con sus más de cuarenta años a cuestas, se fue a alistar como voluntario al cuartel que instalaron en ese bonito palacete, en el que hoy se encuentra un apreciado restaurante.
El abuelo, le llamaban aquellos jóvenes que cayeron como moscas en los primeros embates del ejército profesional de Marruecos. Calixto, se llamaba aquel hombre que sobrevivió a la guerra, pero que no sobrevivió a la derrota, al exilio en los campos de concentración que instalaron precipitadamente los franceses en las playas mediterráneas.
Campos de internamiento que concentraron a 550.000 refugiados, custodiados por soldados senegaleses, en los que el frío, la humedad, el hambre, la disentería, el tifus, la sarna, causaron la muerte de muchos que habían escapado de las balas y las bombas franquistas.
Allí se perdió su rastro. Dicen que enfermó y fue hospitalizado. Nunca la familia supo dónde había fallecido. Cuando los trenes volvieron trayendo a algunos exiliados combatientes, su mujer y sus hijos esperaron que bajara de alguno de ellos. Pero nunca ocurrió.
Ese poema fue nominado por el jurado de la biblioteca. Me llamaron para asistir como finalista a la entrega de premios. Nunca supe si había sido premiado porque no pude asistir, por motivos personales. La presencia era condición indispensable para obtener el premio. Pero eso es lo de menos.
Lo verdaderamente importante es que me siento orgulloso de que aquellas bibliotecarias y bibliotecarios consideraran que mis sentimientos podían quedar hermanados, en su 125 aniversario, con aquel Dámaso Alonso, al que conocí tarde, pero con el que comparto buena parte de mi manera de explicarme a mí mismo, en este mundo.