Los años transcurridos, cuando acaban en cero, o cuando acaban en cinco, llaman al recuerdo, a la conmemoración. Convocan la memoria, la evocación del tiempo transcurrido, el camino andado, el momento que fue y el que está por venir. Pueden convertirse en un jetztzeit, al más puro estilo Walter Benjamin. Un tiempo del ahora, que rompe el curso continuo de los acontecimientos, cargado de energía y dispuesto a dar un salto hacia el futuro. Pueden convertirse, que nadie se ofenda (que anda el personal muy crispado), en momentos revolucionarios, cargados de transformaciones profundas.
35 años de Constitución Española, no son una cifra tan redonda como 25, o 50, pero bien podrían constituir un tiempo-ahora, como me recordaba recientemente Jesús Montero, al comentar un artículo mío sobre Camus y rememorar los 25 años transcurridos desde la Huelga general del 14-D. Y sin embargo, atenazados como estamos por una crisis económica, de empleo, política y social, nadie parece excesivamente interesado en conmemorar la Constitución. Como si pensáramos que hacerlo puede aún empeorar la ya irrespirable situación.
El país parece entregado a la autoinmolación en aras de satisfacer a los más ancestrales demonios, que nos han devorado, cada cierto tiempo, a lo largo de nuestra historia, obligándonos a largos, duros y costosos procesos de renacimiento y reconstrucción, emergiendo de las cenizas.
La eterna derechona inclemente, que transigió a regañadientes con el advenimiento de un régimen constitucional, ha encontrado en la crisis, la coartada perfecta para desmontar la igualdad aún incipiente e imperfecta que, con tanta persistencia y sacrificio, hemos ido construyendo. Vuelve por sus fueros el nacionalcatolicismo a las escuelas y se extinguen las becas y ayudas a los estudios. Vuelve Torquemada a perseguir el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, sobre su embarazo. Vuelven a expoliar los recursos de todos, para ponerlos a los pies del dios mercado, al servicio de los intereses privados. Vuelven nuestros mayores a la indigencia y la soledad. Vuelve la justicia a ser de pago. Vuelven los jóvenes, más preparados que nunca, a hacer las maletas y emigrar al extranjero. Y los que se quedan, serán la primera generación que viva peor que la anterior, desde hace muchas décadas. Porque de eso se trata. La precariedad, la temporalidad, lo efímero, la inseguridad como forma de vida y horizonte de futuro. La modernidad de diseño que nos deparan.
Vuelve la criminalización de la protesta. Vuelve la hipocresía del empresario “buen salvaje”, que explota hasta el hastío a sus trabajadores y recoge alimentos para los mismos trabajadores que acaba de despedir, ahora convertidos en pobres que aguardan en la cola de la beneficencia. Vuelven las organizaciones de caridad, que no de justicia, que suplen temporal y precariamente, el hueco dejado por unos servicios públicos debilitados.
Vuelven los ataques al sindicalismo. Si un despacho de abogados negocia un ERE en nombre de la empresa y cobra sus abultados honorarios, estamos ante profesionales. Si los abogados y economistas del sindicato intervienen y cobran un pequeño porcentaje que nada tiene que ver con los costes de los despachos “profesionales”, están robando a todos los ciudadanos.
Si la editora de El Mundo, o de La Razón, o de ABC, organizan cursos para altos ejecutivos, a 3000, a 6000 euros, y los bonifican con recursos de todos los trabajadores extraidos de la Fundación Tripartita, y obtienen cuantiosas subvenciones y tapan sus agujeros financieros sangrando a Ministerios, a Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, Universidades, el silencio es absoluto.
Si los sindicatos organizan cursos, mucho más modestos, pero más pegados a las necesidades formativas de los trabajadores, de las personas paradas y del común de los mortales, son ladrones y ocupan portadas en esos mismos periódicos. El silencio es absoluto, entre otras cosas porque perro no come perro. Entre otras cosas, porque una corte de tertulianos bien pagados y alimentados, viven de despotricar, contra los sindicatos y contra la izquierda, en las tertulias de las mismas televisiones que propiedad de esos mismos grupos editores de los periódicos. Televisiones que les han sido concedidas por amigos bien situados en la política. Amigos que tendrán su puesto asegurado en los consejos de administración, cuando decidan utilizar la puerta giratoria que conecta la política con la empresa.
Y no quiero decir, con todo esto, que los sindicatos y la izquierda, hayamos hecho todo bien en este país. La burbuja inmobiliaria, que trajo la ley del suelo del inefable Aznar, era mucho más que una burbuja de especulación inmobiliaria. Era especulación bancaria, Era fijar precios a la carta. Era con IVA o sin IVA. Era tener derechos sin deberes. Era depredar el territorio, las costas, los espacios protegidos. Era envilecer a las personas. Era espejismo de crecimiento sin fin. Era pelotazo infinito. Era consumo descabellado. Era vivir a crédito.
Decía mi padre, que vivió y murió en la pobreza, Que no me pongan donde haya. A lo largo de la ultima década y media, todo parecían oportunidades y el que no las aprovechaba, podía pasar por tonto. También habrá habido sindicalistas que han picado ese anzuelo. No conozco, sin embargo, nadie que se haya hecho rico y haya amasado fortunas en el sindicato. Pero si alguno ha incurrido en ilegalidades, merece pagarlo. Estoy seguro de que cuando echemos cuentas de la locura que vivió este país y las consecuencias que trajo consigo, podremos comprobar que los sindicalistas aportaron una ínfima parte de esa locura.
Quienes hoy deterioran lo público, la sanidad pública, la enseñanza pública, los servicios sociales, las pensiones. Quienes hoy atacan a los partidos políticos, a los sindicatos, a las instituciones públicas, degradando su credibilidad, preparan el asalto al Estado, para apropiarse de lo que es de todos, en beneficio de intereses privados. Sin control alguno, sin testigos.
Con todo, la Constitución que construyeron quienes hace 35 años asumieron la responsabilidad de acabar con una dictadura, en un momento de crisis económica mundial que devoraba empleos, salarios, empresas, tiene poco que ver con la corrupción, con la destrucción de derechos laborales y sociales, con el paro, con las tensiones políticas, con el robo de lo que es de todos para ponerlo a los pies de los mercaderes,con la fractura social que se está generando.
Más bien al contrario, releer la Constitución, que comienza definiéndonos como un Estado Social y Democrático de Derecho, puede ayudarnos a tomar conciencia de ese tiempo-ahora que nos toca vivir. Un tiempo que rompe la secuencia de los últimos 35 años y nos sitúa ante el despeñadero, o ante la voluntad de negociar un nuevo contrato social que asegure los derechos sociales y de ciudadanía, sin los cuales no hay país, no hay patria, no hay futuro. Hoy, la Constitución es nuestra última esperanza.
Francisco Javier López Martín