Hay que parar algunas veces. Dejar de escribir. Alejarse del mundo inmediato y conocido. Hay veces en la que, si es factible, hay que dejar de mirar ese pozo oscuro que todo lo devora en nuestro país.
No todos pueden hacerlo y tal es el sentido de culpabilidad que han conseguido sembrar en nosotras y nosotros, que hasta quien puede tomarse unas merecidas vacaciones, tras todo un año de trabajo, siente algo así como mala conciencia por conducir su coche, pagado con su salario, para largarse a un apartamento comprado en la playa. Por tomar un avión y pasar una escueta semana en una isla más o menos cercana. Por pasar unos días en el pueblo de sus padres.
Y, sin embargo, si es posible hay que hacerlo. Alejarse. Escuchar otras voces, a otras gentes. Otras maneras, otras formas. Coger el coche y trazarse una ruta, traspasar una frontera y escuchar en otros idiomas el mismo sufrimiento, parecidas preocupaciones. Apreciar otras políticas y a otros políticos, algunos de los cuales presentan su dimisión ante el más mínimo escándalo.
Si es posible, hay que ralentizar la atención constante a las noticias de cada día, abandonar la escritura del blog, la presencia en las redes sociales. Alejarse del martilleo constante del paro, de los conflictos laborales y sociales, las malas políticas y los malos políticos. De las miserias humanas y el fragor obsesivo de los tertulianos. De la corrupción como sistema y de los incontables sistemas para ser corruptos.
Aunque sólo sean unos días. Una, dos semanas. Aunque nada haya cambiado cuando vuelvas y los efectos anestesiantes del tratamiento duren tan poco, tras el regreso. Aunque tengas por delante todo un año, para que algunas de las imágenes que has acumulado en tu mente en estos días, ayuden a reparar los estragos del fuego que se ha desencadenado en las calles y en el tiempo cotidiano. Todo un año para recuperar el exilio pasajero de unas cortas vacaciones.
Pero es lo que hay. Volver a un mundo que se muere por inanición de ilusiones compartidas. Fragmentado en mil pedazos por una crisis que desangra a las gentes y emponzoña la convivencia. Volver a la precarización de los empleos, la conversión de la sanidad en un negocio. El deterioro del instrumento más potente para la igualdad de las personas, la educación. El paro por encima del 27 por ciento. El abandono de las personas dependientes. Las amenazas de debilitar las rentas y la vida de nuestros pensionistas.
Volver al pertinaz acoso tertuliano contra cualquiera que intente contradecir los deseos del poder. Volver a la corrupción transversal que contamina cada actividad humana en nuestro país. En distinto grado. Con distinta intensidad. Como una maldición bíblica, que ciega nuestro futuro.
No es extraño que sean cada vez más quienes eligen el exilio como destino. Exilio forzoso y obligado para encontrar una oportunidad de vida digna y decente. Exilio de nuestros jóvenes, pero no sólo de ellos.
Volver, tras las serpientes gibraltareñas de verano, a un mundo amenazado por la guerra.
Nos hemos hartado de tender la mano para buscar soluciones y sacrificios compartidos y nos hemos encontrado gobiernos secuestrados por esa Troika que componen la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo. Gobiernos sin otro margen de maniobra que recortar, para volver a recortar, al poco tiempo.
La crisis ha agotado un modelo de crecimiento y algunos han decidido romper el manoseado «consenso constitucional» para imponer un nuevo modelo social y laboral que nada tiene que ver con el que construyeron, hace ya casi 35 años, quienes protagonizaron la Transición de la dictadura a la democracia.
Y quienes hemos tenido el asueto de las vacaciones, quienes no lo han podido disfrutar, volvemos al lugar de donde partimos. A esta estepa donde el sol todo lo arrasa y el viento todo lo extingue. La tarea que tenemos por delante es larga, dura, inmensa. Pero es nuestra tierra y vamos a defenderla, porque es la tierra en la que viven nuestras gentes y nosotros somos los responsables de nuestro futuro y del que tendrán nuestras hijas e hijos.
Francisco Javier López Martín