Así que pasen cuarenta años

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El joven soldado, el que es todos los soldados, el que fui yo también durante un tiempo, se acodó junto a su amigo, tan sólo durante un momento, en la barandilla que da a los Jardines de Sabatini. Era noviembre y una bocanada de aire frío estuvo a punto de volar su gorra. Desde aquella posición podían ver la inmensa cola que venía desde lejos para adentrarse en el Palacio Real.
Andaban por Madrid en una misión estratégica. Tal vez habían recibido órdenes precisas de dirigirse a Capitanía General, en la calle Mayor, esquina a Bailén, para entregar unas facturas. Tal vez recogieron algún sobre para entregar en el cuartel. Vaya usted a saber, que la memoria del tiempo es una niebla, en la que cualquiera puede extraviarse y hasta terminar por producir la invención de aventuras que nunca ocurrieron.

Había sido un verano intenso para el joven soldado. Ya se sabe que hay quienes llegan a Madrid para hacer la mili, desde los cuatro puntos cardinales de las Españas, que aún en aquellos tiempos era una España, no demasiado grande y muy poco libre, por más que el anfitrión de aquella larga fila de visitantes se hubiera empeñado durante décadas, que parecieran siglos, en demostrar, con fuerza demoledora y violencia inusitada todo lo contrario.
No era el caso del joven soldado, que había ido voluntario a la mili para poder cambiar tiempo de servicio militar, por no tener que irse fuera de Madrid y poder así seguir estudiando en el nocturno de la Escuela Normal de Magisterio. Un magisterio que siempre fue carrera para los hijos listos de los pobres y para los hijos tontos de los ricos.
Su compañero de ajetreos por Madrid le había entregado la solicitud en la Compañía de Automovilismo de la Primera Región Militar, en un cuartel de Campamento y ese verano lo había pasado en el centro de instrucción de reclutas de Colmenar Viejo.
Luego ese mismo amigo de pandilla de barrio, había sido su introductor en la vida cuartelera. Ya se sabe que en España es mejor tener un amigo cabo, que un padrino general. A fin de cuentas el general nunca podrá ocuparse de las menudencias que sí puede solucionar de inmediato un buen cabo de segunda. Llevaba, así pues, poco tiempo de mili, pero todo hacía presagiar que no iban a ser tiempos fáciles para nadie en este país.
Nada más llegar al cuartel había visto aquellas furgonetas que partían hacia el aeropuerto para recoger los féretros que venían del Sahara. Unos féretros que nunca existieron, pero de los que hablaban los conductores de la Compañía de Automovilismo, que eran también jóvenes soldados, aunque con más mili a cuestas que él.
Pronto, el que era todos los soldados, el que fui yo también, durante un tiempo, se vio acuartelado, cuando el dictador ejecutó sus últimas sentencias de muerte, un 27 de septiembre, pese a las protestas internacionales y las manifestaciones por toda Europa y por todo el planeta. De nada le sirvió al terminal caudillo convocar a cientos de miles de paisanos traídos desde todos los rincones de España el 1 de Octubre. Las voces no callaron y la muerte no dejó de hacer su implacable, lento y pertinaz trabajo.
Y de nuevo el joven soldado, que era también todos los jóvenes soldados que fueron, son y serán, se encontró acuartelado porque decenas de miles de marroquíes, empujados por otros soldados, a las órdenes de otros generales, que obedecían a su vez a otro dictador, decidieron traspasar las alambradas, los campos de minas y acampar en el Sahara, tomando posesión, como ocupas, de un desierto que arrebataron a los saharauis, con la connivencia de los Estados Unidos.
Después de aplastar a Allende y cada intento de libertad en América Latina y de ver cómo se desenvolvían los acontecimientos en Africa, tras la caída de la dictadura portuguesa y la toma del poder por parte de movimientos de liberación en Angola, o Mozambique. Con una Argelia pegadita al Sahara, los americanos del Norte, no podían tolerar que un Frente Polisario, por muy de liberación que fuera, se hiciera con las riendas de un territorio, aunque de un desierto se tratara.
El que recibía ahora tantas visitas ya no estaba para conocer de estos asuntos y su sucesor en funciones poco pudo hacer, por muchas resoluciones de las Naciones Unidas que se aprobaran, ni por muchas que se siguieran aprobando en el futuro. Y así han seguido las cosas hasta nuestros días.
De estos asuntos sabía el joven soldado, porque en los barrios y las universidades circulaban publicaciones, se formaban grupos, se hablaba de cosas que, aunque prohibidas, eran ya incontrolables. Los jóvenes aprendían a leer entre líneas en periódicos como el Informaciones y analizaban los artículos de revistas como Cuadernos para el Diálogo, Cambio16, o las Noticias Obreras de la HOAC. Luego estaban las revistas, folletos, libros, panfletos, octavillas, publicaciones clandestinas y los bulos, que funcionaban de boca en boca y que habían anunciado, un número incontable de veces, la muerte del dictador y el final de la dictadura.
Ahora también estaba acuartelado, por más que alguna misión estratégica, como entregar unas facturas en la Capitanía General, o recoger un sobre, vaya usted a saber, que la memoria del tiempo es una niebla y, esta vez, la niebla era especialmente espesa, le permitiera salir del cuartel.
Acuartelado, porque nadie sabe a ciencia cierta qué va a ser de este país, cuando la bota de la dictadura, ya vieja y desgastada, casi sin suela, pero aún cruel y poco proclive a la misericordia, deje ver un pié deforme, lleno de muñones y callosidades.
Por lo pronto, dejemos al joven soldado, que es, fue y será todos los soldados, junto a la barandilla que da a los Jardines de Sabatini, acompañado por su amigo, compañero y superior jerárquico, al que todos llamaban cabo Vicario, mientras una inmensa cola se desliza lentamente hacia el Salón de Columnas del Palacio Real.
Dejemos que disfruten una vez más, congelados en el tiempo, del viento frío de Madrid. Volverán pronto a la Compañía de Automovilismo de la Primera Región Militar, en Campamento. De allí saldrá un camión que llevará en su caja una escalera de metal y peldaños de madera, custodiada por nuestros dos personajes, helados de frío bajo el toldo, hasta el Valle de los Caídos. La escalera por la que descenderá el féretro.
Muchos años después, cuarenta tal vez, aunque ya quedó dicho lo de la niebla y la memoria, ambos podrían recordar que fueron jóvenes soldados que vieron la larga cola de visitantes convocados por la muerte al Palacio Real. Y aquel viaje al Valle de los Caídos. Y que, dentro de los servicios prestados a la patria durante aquella mili, debería contabilizarse que, desde su cuartel, partió también el camión descapotable que trasladó al viejo dictador hasta su tumba.
Entonces es cuando el cabo recordaría que fue el capitán de la Compañía el que, como administrador militar del susodicho camión, se empeñó en conducirlo durante el evento. A lo cual, nuestro joven soldado replicaría que tampoco olvidase que la imponente losa de 1500 kilos que cubre los restos, tal vez incorruptos, del que Mil años tardó en morirse, pero por fin la palmó, se encontraba en Alpedrete y fue labrada por canteros como su padre, nacido en Collado Mediano.
Canteros de la Sierra de Guadarrama. Aquellos que fueron jóvenes soldados en los lejanos días en los que tuvieron que trepar laderas arriba, a defender el Puerto de los Leones, para que Madrid no cayera.
Francisco Javier López Martín

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