La Formación Profesional sigue esperando

Ahora, después de tragarnos riadas de mensajes que nos hablaban del fin de trabajo y del final de la Historia, que iban a ser barridos por inevitables y acelerados procesos de digitalización y globalización, nos encontramos con que el debate que atraviesa la incorporación de nuevas tecnologías, el cambio climático, las migraciones, la globalización, es el problema del reparto de la riqueza, la decencia del empleo y, en consecuencia, la formación inicial y permanente de las personas.

El desempleo, la temporalidad, la baja calidad del empleo, la precariedad, la infracualificación de muchos y la sobrecualificación de otros tantos, la inadaptación entre cualificación y empleo disponible, el deterioro salarial y de derechos laborales atacan directamente al centro del modelo social que ha permitido construir Europa y la cohesión social.

La educación, la formación inicial y la formación permanente de las personas se nos presentan como llave para abordar estos retos. Es cierto que se consideran elementos esenciales para las empresas, pero se tiende a olvidar que, por encima de ello, son un derecho de la persona. Cada país pone el acento en una interpretación distinta de estos conceptos.

Hay países, como Suecia, en los que prima la visión de la Formación Profesional como parte de la Educación de las personas. El Estado financia, regula, planifica, una Formación Profesional bien conectada con los niveles medios y superiores de la educación. Esta visión pone más el acento en el progreso personal y profesional que en las necesidades específicas de las empresas.

En otros países, sin embargo, se entiende la Formación Profesional, como un complemento de la educación. Países acosados por el paro y golpeados por la crisis, que orientan la formación profesional hacia la mejora de las oportunidades de inserción laboral. Un instrumento para suministrar trabajadores cualificados en función de las necesidades empresariales, El Estado pierde protagonismo y son múltiples proveedores los que diseñan, imparten, deciden, sobre la mayor o menor cualificación necesaria en cada caso. Un ejemplo de este modelo sería Irlanda.

Se habla mucho por estas tierras del modelo alemán de Formación Profesional, eso que allí denominan formación dual y que constituye un referente en España para cuantos, desde las organizaciones empresariales, sindicales, o el propio gobierno, se ven forzados a fijar una posición pública sobre la formación profesional. La susodicha dualidad consiste, básicamente, en poner el acento en el aprendizaje práctico en las empresas.

El modelo alemán exige compromiso y cooperación entre empresarios, sindicatos y los gobiernos de los Estados Federales (el equivalente a nuestras Comunidades Autónomas), así como una regulación del trabajo de los aprendices que evite su explotación. En Alemania funciona. En España no ha pasado casi nunca de ser una declaración de intenciones, defraudada por demasiadas prácticas poco recomendables, que obvian la formación y fomentan la explotación laboral del aprendiz.

Uno de sus puntos débiles, en mi opinión, es que todo se organiza al servicio de que el empresario cuente con personas cualificadas para atender las necesidades de la empresa, lo cual es necesario, siempre que no se convierta en el objetivo único y permita el desarrollo personal y profesional, así como el acceso a niveles superiores de formación y cualificación de las personas.

Países como Finlandia han intentado una mezcla de todas estas modalidades. Se puede realizar formación en un centro educativo, en una empresa, en una universidad. El Estado, a través de sus centros, o entidades privadas, pueden desarrollar procesos formativos. Incluso los profesionales que imparten dicha formación, pueden ser profesores, tutores de prácticas, maestros, formadores especialistas en determinadas materias.

El modelo se convierte en flexible para atender demandas de cualificaciones más específicas o más generalistas. Su objetivo es atender las necesidades de la empresa, pero también las necesidades personales de igualdad, de integración laboral, o de inclusión social.

Ya vemos que contamos con formas bastante dispares de entender la Formación Profesional, en países cercanos y miembros de un mismo proyecto político, económico y social, al que llamamos Europa. Creo que conviene extraer, al menos, unas pocas conclusiones prácticas sobre las que trabajar a lo largo de 2019.

En primer lugar, parece bueno diversificar la oferta de Formación Profesional, tanto en las cualificaciones que se ofertan, como en las edades y los grupos sociales a los que se facilita el acceso. Hay países que ensayan programas de FP incluso por debajo de los 16 años, como es el caso de Portugal.

Junto a esta diversificación la Formación Profesional, la Permanente, o la Formación para el Empleo, deben estar bien coordinadas y, a su vez,  conectadas con el sistema educativo y la Formación Superior universitaria. Son muchos los países que ya lo hacen, entre ellos, Alemania, Reino Unido, Francia, Austria, o Dinamarca.

Incluso se facilita el acceso a la universidad mediante acreditación de la experiencia profesional, pruebas de acceso específicas, o cursos de acceso a la universidad. Las universidades están cada vez más interesadas en incorporar, en el nivel superior de la educación, metodologías y competencias propias de la Formación Profesional no universitaria.

En un país como España en el que los índices de fracaso escolar y abandono educativo temprano son excepcionalmente altos, sería muy positivo conectar bien la educación de personas adultas con la FP. No se trata sólo de combatir el desempleo, sino de brindar una segunda oportunidad a quienes fueron expulsados, o abandonaron demasiado pronto los estudios y a quienes sufren las consecuencias de la desigualdad, ofreciéndoles nuevos itinerarios formativos diversificados.

Creo que es positivo que se vaya extendiendo una Formación Profesional que intenta ir más allá del entorno escolar y pone el acento en las prácticas en empresas y en entornos laborales, tanto en las enseñanzas medias, como en las universidades. Sólo creo que hay que prevenir que la Formación se ponga exclusivamente al servicio del empresario, cuando debe ser un derecho que asegure el desarrollo individual y la promoción laboral permanente de cada persona. Eso sólo es posible si los procesos de formación son fruto de la negociación y cuentan con la participación sindical, social y de las administraciones, junto a los sectores empresariales. Así ocurre en los países de Europa con una mejor Formación Profesional.

La Formación Profesional ha sido siempre el patito feo de la educación en España. Quien no “valía”, o no podía, seguir estudios superiores, terminaba en la Formación Profesional. No es tanto mala imagen, como una consideración social inferior. Este escenario va cambiando, pero muy lentamente.

En conclusión, la Formación Profesional que incorpora prácticas en las empresas está contribuyendo a ofrecer más oportunidades de empleo, que cuando la formación es exclusivamente teórica lo cual mejora el prestigio y la imagen de la FP. La Educación Técnica y Formación Profesional (ETFP) gana peso en los sistemas educativos, al tiempo que diversifica sus modalidades, metodología y contenidos, incorporando formación y prácticas en las empresas.

España debe asumir este reto y regular mejor este espacio de formación profesional permanente, asegurando los derechos de las personas que participan en estos procesos. La Unión Europea nos reclama negociar y aprobar un Estatuto del Aprendiz. De resolver bien estos desafíos va a depender no sólo el futuro de nuestras empresas, sino la propia calidad del empleo y la cohesión social de nuestro país. La Formación Profesional no puede seguir esperando.

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