Serenísima República de Venezuela

Venezuela me pilla lejos. Si me pongo a opinar sobre los problemas que atraviesa, seguro que meto la pata. Si me animo a decir algo sobre la cuestión es tan sólo porque veo que desde la tertulia televisiva hasta la barra del bar, nadie se recata en dar su versión y explicar qué hay que hacer y qué no se debe permitir. No será muy grave que me meta en el charco y chapotee un poco en la ciénaga. Seguro que no va a quedar más fangosa por el hecho de que lo haga.

Vamos a ello. Venezuela significa la Pequeña Venecia. Parece que Américo Vespucio, cartógrafo italiano en una expedición capitaneada por Alonso de Ojeda, al llegar al Lago de Maracaibo vio la costa poblada de chozas nativas, asentadas en pilares sobre el agua.

Se ve que el tal Vespucio andaba ya ensayando eso de dar nombre a las tierras descubiertas por otros y se le ocurrió llamar Venezziola, en honor de la Serenísima República de Venecia, al territorio que tan sólo un año antes Colón había denominado Tierra de Gracia, porque por allí cerca le parecía que debía encontrase el Paraíso Terrenal.

Como viera el tal Américo que nadie objetó nada, debió de animarse a darle su nombre a cuanto Colón había ido descubriendo poco antes y con ese sencillo acto populista las Indias Occidentales terminaron llamándose América. Una muestra más de que la verdad es de quien la escribe, la cuenta, la vende, o la impone. Al fin y al cabo, ya Orwell dejó meridianamente claro que quien controla el presente, controla el pasado.

Cuesta entender que esta Tierra de Gracia, este Paraíso terrenal, esta Pequeña Venecia, en la que se terminaron descubriendo los más inmensos yacimientos de petróleo, se encuentre sumida hoy en el desasosiego, la agitación y al borde de una confrontación interna de sombrías consecuencias.

Hubo un tiempo no tan lejano, hace poco más de una docena de años, en el que los gobiernos de Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Humala en Perú, Correa en Ecuador, Mujica en Uruguay, o Bachelet en Chile, hicieron concebir la esperanza de que América Latina sería capaz de erigirse en protagonista y dueña de su futuro.

Denominar bolivarianos a todos ellos sería un error. Pero casi todos llegaron al poder marcados por la ilusión de recuperar para América Latina los ideales libertadores de Simón Bolívar, tras largas décadas sufriendo desigualdades, injusticias, pobreza, aplastamiento de los pueblos indígenas, gobiernos dictatoriales y populistas, siempre bendecidos por el vecino del Norte, que consideraba aquellas tierras su patio trasero, escenario ideal donde ensayar sus experimentos ultraliberales, explotar los recursos y despreciar la vida de las gentes.

En aquellos días, por CCOO de Madrid pasó Evo Morales, cuando era un líder sindical cocalero; la senadora colombiana Piedad Córdoba, defensora del proceso de Paz entre guerrillas y gobierno, cuando arreciaban los asesinatos de sindicalistas de grandes compañías como Coca-Cola y de líderes indígenas, a manos de militares y paramilitares.

Allí nos reunimos con Rigoberta Menchú, años antes de recibir el Premio Nobel, cuando era tan sólo una mujer indígena perseguida, combativa y comprometida en la defensa de su pueblo y en la persecución del genocidio contra los pueblos indígenas.

En el Auditorio Marcelino Camacho, abarrotado de trabajadores y trabajadoras madrileños, acogimos el encuentro con Hugo Chávez, cuando visitó España, allá por noviembre de 2004. Aún conservo una corbata roja que llevaba aquel día el Presidente venezolano.

Todo esto es cierto. Y también lo es que conozco a personas que han huido de la situación insostenible que vive el país, abocado a la ruina económica, al empobrecimiento y a una confrontación civil galopante, que se ha venido fraguando durante años y de la que no creo que pueda exculparse ni al gobierno de Maduro, ni a la oposición que ahora encabeza Guaidó. Son buena gente, parte de esa comunidad de casi 300.000 venezolanos que viven en España.

La confrontación de intereses, de esos que llaman geoestratégicos, entre las grandes potencias, echa leña al fuego y prepara una hoguera que amenaza con devorar al país. Por eso los reconocimientos de un Presidente autodesignado me parece que sólo alimentan las ansias militaristas de intervención de uno de los tipos más peligrosos que haya conocido el planeta.

Si aplicásemos el mismo criterio con carácter general, nos veríamos obligados a romper relaciones con más de la mitad de los países del mundo y con más de tres cuartas partes de la humanidad. Si diéramos por bueno el reconocimiento del autoproclamado deberíamos hacernos mirar mucho de lo dicho y actuado en Cataluña.

Así las cosas, sólo me atrevo a buscar algo de mesura y buen juicio en las palabras de un par de personas sensatas. Uno de ellos Pepe Mujica que nos recuerda que el problema no es de legitimidad, sino de opción entre la Paz, o la Guerra y que apuesta por el diálogo, la negociación, las elecciones libres, que están propiciando países como México, o el propio Uruguay.

El segundo, Antonio Guterres, Secretario General de la ONU, ha dejado claro que la organización sólo reconoce a Maduro como Presidente legítimo, ha reclamado que se deje de utilizar la ayuda humanitaria como instrumento en el conflicto político y apuesta también por los países que han impulsado el Mecanismo de Montevideo, que debe permitir la negociación, el acuerdo, el compromiso.

No sé si será posible, ni tan siquiera estoy seguro de que sea probable. Pero si algo debería ser imposible, indeseable, eso tendría que ser, siempre, la Guerra.

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