Es lo que tiene no haber escrito muchos obituarios, la muerte te sorprende en mitad de una sobremesa y un amigo, desde la distancia, te pide que escribas algo sobre Almudena Grandes y sabes que es algo que no quieres hacer, que es muy pronto para decir adiós, que tal vez pasado un tiempo podrías pergeñar algo, esbozar unas cuantas ideas, balbucear unos recuerdos, pero no te puedes negar y aunque esto no sea un obituario, no sé qué nombre darle.
Estos días muchos serán los que se entreguen a recodar Las Edades de Lulú y a ese río de obras monumentales que se adentran en la memoria de cuanto fuimos a lo largo del siglo XX. Un viaje hacia atrás, hasta recalar en los duros momentos de la dictadura franquista y en eso que ella llamó los Episodios de una Guerra Interminable.
No haré memoria de su impresionante obra, sus traducciones a múltiples idiomas, las películas a las que dio lugar. No puedo escribir un adiós a Almudena, ni tan siquiera una memoria de su vida, eso son cosas que deberán contarnos Luis García Montero, o sus personas queridas, si algún día, tras el duelo, consideran hacerlo.
Me ocuparé de una serie de recuerdos que me asaltan esta tarde, al conocer la noticia de la muerte de Almudena. Recuerdos vinculados casi siempre a cada ocasión en que los trabajadores y trabajadoras necesitábamos el apoyo de los trabajadores y trabajadoras de la cultura.
Hace poco comenté que fueron muchas las ocasiones en las que Pilar Bardem, Juan Diego y Juan Diego Botto, el Presidente de la Unión de Actores, Jorge Bosso, junto a Amparo Climent, Sacristán, o Miguel Ríos, entre otros muchos, se alinearon con la clase trabajadora en sus reivindicaciones, reivindicaciones nacionales, generales, patrióticas, que eso del verdadero patriotismo no ha sido nunca patrimonio del egoísmo ultraderechista.
Pero junto a esos centenares de actores y actrices, que participaban en nuestros actos, nuestras manifestaciones, nuestros encuentros, nuestras huelgas generales, nunca faltaron los escritores y, en este caso, no quiero despreciar a nadie, la primera entre iguales, siempre fue Almudena.
Almudena en el NO a la Guerra, leyendo el Manifiesto, al final de una impresionante manifestación madrileña, una de las más de 70 que se convocaron en toda España, dirigiéndose a Aznar,
-No nos gustan sus amigos, ni representar frente al mundo el papel del más tonto de todas las fotos.
La gente gritaba con una sola voz, tonto, tonto, tonto…
Almudena, más adelante, leyendo el manifiesto contra los atentados de ETA en la T-4 de Barajas, alternando su voz con la de la inmigrante ecuatoriana Lucía Rosero. Aquel atentado producido con una furgoneta bomba el 30 de diciembre de 2006, en el que murieron Carlos Alonso Palate y Luis Armando Estacio, dos inmigrantes ecuatorianos.
Tiempos también difíciles en los que el terrorismo de ETA no había entendido que los asesinatos no podían continuar, que los atentados islamistas del 11-M habían situado el terrorismo en un nivel de brutalidad tal que suscitaba el desprecio de toda España, en los que la derecha se enquistaba en la teoría de la conspiración.
Ella sabía que el verdadero problema de los pobres, de los nadies, los trabajadores, las mujeres que sufren violencia de género, las personas inmigrantes, los olvidados, los excluidos, es que han sufrido el robo de su voz.
Ella entendió que no hay tarea más digna que convertirse en la voz de los que no tienen voz. Por eso, tal vez convirtió su esfuerzo último, su obra definitiva, sus Episodios de una Guerra Interminable en la voz de los vencidos, los humillados, los aplastados por el poder incontrolado de una dictadura.
Almudena estaba junto a la gente, como ocurrió en cada huelga general, ante cada recorte social, firmando cada manifiesto, acudiendo a cada convocatoria en la que se solicitaba su presencia. Hace unos meses, mi compañera, Ana, se dirigía a ella para pedirle que leyera el manifiesto al final de una convocatoria de la Marea Blanca. En su respuesta, decía que no podría estar, pese a su compromiso con la sanidad pública, e incluía una referencia a su enfermedad, junto a un ruego de discreción.
Así era Almudena, dura y afectuosa, sensible, alegre y melancólica al mismo tiempo. Sólo al final quiso contarnos públicamente en sus artículos y en las redes sociales algo sobre la batalla que estaba librando. Luis ha sabido respetar su deseo y tampoco ha dado más explicaciones de las necesarias a quienes nos hemos dirigido a él para preguntar por Almudena.
En estos días hemos recordado a Freddie Mercury, un hombre que no quería ser estrella, sino leyenda. Almudena se ha ido en silencio. No era sólo una gran escritora de su época, no sólo pasará a la historia como una de las grandes escritoras de todos los tiempos, pasará sobre todo por haber estado siempre al lado de cuantos la necesitamos un día.
Almudena había recibido premios como el de Doctora Honoris Causa en la UNED, el Julián Besteiro de la UGT, el Abogados de Atocha de CCOO, el Jean Monnet de literatura europea, el Nacional de Narrativa y varias decenas de reconocimientos nacionales e internacionales.
Será estrella, claro que sí, merecida y brillante, pero sobre todo, para las gentes sencillas, será leyenda, porque nunca olvidamos a quienes se mezclaron con nosotros y se la jugaron tantas veces por defender nuestras causas.
Cuando pienso en Almudena, lo hago a la manera en que José Saramago recordaba a su abuela,
-Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde nunca viajarías, ante el silencio de los campos encantados y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir.
Porque eso era Almudena, nuestro amor a la vida, nuestra voz, nuestras ganas de ser y de existir. Esto no es un obituario. Almudena no ha muerto entre nosotros, porque seguiremos contando, incansables, su obra y su leyenda. Te llamaré Almudena.