Fui maestro antes de tener un título de magisterio. Aún antes de haber leído Muerte accidental de un anarquista, ya no recuerdo si asistí a aquella representación en la Sala Cadarso a finales de los 70. Darío Fo pone en boca del Sospechoso interrogado por el Comisario sobre su tarjeta de presentación en la que afirma ser psiquiatra,
-Mire, decir “soy psiquiatra” no es suplantar un título. Es como decir: “soy psicólogo, botánico, herbívoro, artrítico”. ¿Conoce la gramática y la lengua italiana? ¿Sí? Pues debería saber que si uno escribe “arqueólogo” es como si escribiera “siciliano”… ¡No significa que ha realizado estudios!
Yo hubiera escrito “soy maestro” porque unos cuantos jóvenes habíamos decidido que debíamos dedicar parte de nuestro tiempo a juntar a la chavalería de Villaverde para combatir los suspensos, el fracaso escolar, el abandono de la educación, el peligroso camino hacia la droga, la violencia de las pandillas, la delincuencia juvenil, los embarazos no deseados, las vidas miserables.
Alquilamos un local diáfano, nos convertimos en albañiles, lo rehabilitamos, lo convertimos en aulas y nos lanzamos a la aventura de las clases al salir del colegio, los repasos, las excursiones por el barrio, las expediciones a Madrid, los debates sobre el proyecto educativo, como si un claustro fuéramos, las reuniones con los padres y las madres.
No tenía el título de maestro, pero era maestro. Cuando comencé los estudios de magisterio, llevaba conmigo todo cuanto había aprendido de Tolstoi, María Montessori, Lorenzo Milani, Paulo Freire, pasando por Ferrer i Guardia, Freinet, Makarenko, Ivan Illich y otros tantos que llegaron más tarde en forma de experiencias educativas, como Rosa Sensat, Orellana, Paideia, Fregenal de la Sierra, o el Lenguaje Total de Francisco Gutiérrez.
Pero si tuviera que elegir a dos de ellos, sin duda Milani y Freire se llevarían la palma. Milani, aquel curilla que construyó un proyecto de escuela en Barbiana, un pueblecito a unos 40 largos kilómetros de Florencia a través de los montes toscanos. Allí escribió junto a sus alumnos uno de los mayores alegatos a favor de los pobres al que tituló Carta a una Maestra. Y otro tremendo alegato a favor del pacifismo, Carta a los Jueces.
El otro, Paulo Freire, que estos días cumple 100 años, ese pedagogo brasileño que dedicó su vida a la educación de los pobres, construyendo su proyecto de Pedagogía de la Liberación, de Pedagogía Crítica. Devorábamos aquellos dos libros que llegaron a nuestras manos, Pedagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad.
Aquellos educadores formaban parte del panteón de nuestros dioses del cambio educativo, de la democratización de la enseñanza española. Movían debates, protagonizaban jornadas, encuentros, escuelas de verano, experiencias en centros educativos.
Eran los tiempos de la Alternativa por la Escuela Pública aprobada por el Colegio de Doctores y Licenciados presidido por Eloy Terrón, siendo vicedecano Luis Gómez Llorente. Una de esas fructíferas experiencias de confluencia de socialistas, comunistas, sindicalistas y movimientos de renovación pedagógica.
Y ahora que se cumplen cien años del nacimiento de Paulo Freire, tan sólo algunos suplementos especiales en revistas educativas, entre ellas Trabajadores de la Enseñanza, algún acto virtual de la Internacional de la Educación, algún Congreso educativo. Más en Latinoamérica, especialmente en Brasil, pese a los intentos de Bolsonaro por silenciar el acontecimiento, que por este rincón de Europa donde tanto le debemos.
Con Freire comenzamos a entender que no somos los profesores quienes enseñamos y llenamos la cabeza de nuestros alumnos con contenidos inservibles. Eso es que Freire denomina educación bancaria. Muy al contrario, son los alumnos quienes aprenden a leer su realidad, interpretarla, criticarla y transformarla.
El papel del profesorado cambia sustancialmente. ñla maestra, el maestro, incentiva, anima, abre puertas, apunta caminos, ayuda, coopera, incita, acompaña. El método de Freire tiene que ver mucho con los diálogos socráticos, la búsqueda de la verdad, el aprendizaje personal, a través de la pregunta.
La pedagogía de la pregunta que nace del método socrático y que cuestiona la escuela tradicional de la mano de Rousseau, o Tolstoi y que se desarrolla en la Escuela Nueva de la mano de educadoras y educadores como María Montessori, Dewey, Decroly, o Adolphe Ferriére.
Su pedagogía del oprimido es pedagogía crítica, muy bien relacionada con la teología de la liberación. No en vano un buen número de homenajes conmemorativos del centenario se celebran estos días en las pontificias universidades católicas de Sao Paulo, Chile, Bolivia, o la de Córdoba Argentina, entre otras muchas.
No en vano la teología de la liberación ha sido muy perseguida por todas las dictaduras latinoamericanas habidas y por haber, comenzando por la brasileña de 1964, que encarceló a su creador y lo terminó mandando al exilio. Paradójicamente el intento de cortarle las alas sólo contribuyó a difundir sus ideas por toda América y otros muchos lugares del mundo, como Asía, África, o Europa, con especial presencia en países como Portugal, Italia, Francia, o España.
Es nuestro tiempo un tiempo de renovadas opresiones y nuevos y viejos oprimidos, en el que necesitamos la memoria, el ejemplo y el acicate de la pedagogía liberadora de Paulo Freire. Su centenario es un buen momento, tan bueno como cualquier otro, para construir una educación que nos haga libres e iguales.