A veces recibo alguna llamada que llega del pasado. No hablo de esas llamadas que atraviesan el tiempo, o que lo pliegan, hasta conectar el tiempo presente con tiempos pasados. Me refiero, más bien, a llamadas procedentes de universos paralelos. De esos lugares que han seguido viendo pasar el tiempo sin nosotros, mientras nuestros días devenían por otros derroteros.
Llamadas que te invitan a participar en actos de memoria, recuerdo, homenaje a personas que en alguna vez compartieron instantes, momentos, avatares, aventuras y eventos, en aquellos mundos que hoy se ven tan lejanos.
Y no sólo lejanos porque el tiempo haya pasado, con su incansable capacidad de convertir en ceniza y barro todo aquello que va atravesando. No. Más bien porque cuanto ocurre en cada uno de los mundos paralelos se convierte en incomprensible, inexplicable, misterioso, envidiable, o despreciable, según los casos, para quienes viven ahora en cada uno de los otros mundos.
Uno no tiene más remedio que atravesar las fronteras, aventurarse en los espacios vacíos, sin dejarse vencer por el miedo de ser atrapado al transitar por un horizonte de sucesos y terminar cayendo al fondo de cualquiera de los agujeros de gusano que amenazan al viajero imprudente que acude a la cita a la que ha sido convocado.
Es fácil perderse en los recovecos de la memoria, en los rincones en los que se refugian los recuerdos. Fácil enredarse, quedar atrapado en las zarzas de las imágenes, los olores, los sentidos convocados por personas que son y no son las que eran cuando estaban contigo, las que fueron tan sólo hace unos años, unos pocos meses, algunas décadas.
Acudir a la cita con la memoria es tanto como adentrarse en el cumplimiento de la profecía de Friedrich Nietzsche,
-El que lucha con monstruos debe tener cuidado de convertirse él mismo en un monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo te devuelve la mirada y también mira dentro de ti.
Por eso conviene no convertirse en profesional de los homenajes. Procurar acudir tan sólo a aquellos llamamientos en los que eres convocado para recordar desde tu interior a quienes defendieron la vida, las vidas, con voluntad de ser.
Aún así, pensar que no hemos venido por ellos, por mucho respeto que nos merezcan sus vidas pasadas a nuestro lado. Si hemos venido, lo hemos hecho para no sentirnos tan solos, especialmente ahora que,
-Está muriendo gente que antes no se moría
como nos recuerda aquel mejicano al que llamaban filósofo de Güemes.
Lo fácil suele ser cantar las virtudes y glorias de la persona homenajeada. Apartarla de nuestro lado. Alejarla de nuestro mundo, con nuestras miserias y nuestras manos manchadas de barro. Constatar nuestra incapacidad para parecernos, tan siquiera un poco, a esa persona. Convertirla en algo inalcanzable. Admirable, irrepetible, inimitable.
Y sin embargo, más allá de la obligación de hacer sentir a los suyos todo el afecto por esa persona y por cuantos la acompañaron, lo realmente importante, tal como nos hace notar Tzvetan Todorov en Los abusos de la memoria,
-El acontecimiento recuperado puede ser leído de manera literal, o de manera ejemplar (…) El uso ejemplar permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy en día.
Porque de eso se trata en cada acto de homenaje, memorial, recuerdo. Se trata del afecto y del compromiso compartido de continuar el ejemplo. Que ya lo dijo aquel argentino de raíces italianas, Ernesto Sábato,
-Nos salvaremos por los afectos.
Que ya lo dijo uno de nuestros poetas de cabecera, Pablo Neruda,
-Sólo muere quien es olvidado
Eso y ninguna otra cosa, nos convierte en inmortales.