La señora Sara es viuda. Con minúscula señora y con minúscula viuda. Así comenzaba el relato Retrato de Señora, que cierra el libro Cuentos en la tierra de los nadie, del que os hablé la semana pasada. Volver al libro y volver a uno de sus cuentos no es casualidad, porque las casualidades no existen.
Vuelvo a la señora Sara porque esta semana he leído una noticia sobre la caótica aplicación de la Ley (con mayúscula) de atención a la dependencia en Madrid y su correlato de listas de espera, opacidad, discrecionalidades varias y errores abundantes.
Declara Ana González, responsable de Política Social y Diversidad de CCOO de Madrid, que los problemas que se originaron al tener que asistir a un nuevo derecho ciudadano tras la aprobación de la Ley de Dependencia en 2006 se han convertido en estructurales. Y explica que lo que, al principio, puede pasar por inexperiencia, se ha convertido ya en elemento característico del sistema de atención a la dependencia en la Comunidad de Madrid.
Pongamos que cuando yo escribí el relato sobre la señora Sara, dando cuenta de sus andanzas, describía a una mujer sin grandes problemas de movilidad y con plena capacidad de hacer frente a las necesidades de su vida cotidiana. Y supongamos que los años han pasado y la señora Sara ha tenido algunos de esos accidentes tan frecuentes como caerse en la calle y verse obligada a guardar reposo.
Pongamos que mi personaje, en absoluto ficticio, ya lo dejé claro cuando hablé de los nadie que pueblan mis cuentos, ha tenido que superar una operación de colon y más tarde un ictus del que ha salido relativamente bien parada, conservando la cabeza en su sitio, a sus ahora, pongamos, 93 años.
Reconozcamos que el Ayuntamiento, ante la primera instancia de parte, le concedió un discreto servicio de ayuda a domicilio de dos horas diarias tres días en semana. Y que luego instaron a la señora Sara a presentar una larga serie de documentos médicos, rentas, seguridad social y demás, para acogerse a los “beneficios” de la Ley de Dependencia. Ya ve usted, como si de nada sirviera, para estos casos, la ley que explica que las Administraciones no necesitan pedir al administrado, aquello que obra en su poder, o que el susodicho les autoriza a consultar.
Fruto de todo ello, tras superar la lista de espera y recibir las valoraciones correspondientes, la señora Sara terminó viendo reducida su ayuda a domicilio a cuatro horas y media semanales. Ahora pertenece al sistema de atención a la dependencia, aunque sea en el mínimo grado posible.
De vez en cuando recibe una llamada de la “teleasistencia” y de cuando en vez y de muy tarde en tarde, recibe una visita del servicio de ayuda a domicilio, que va cambiando de empresa al ritmo de los concursos públicos. Tampoco las mujeres, siempre mujeres, que prestan el servicio duran mucho, sometidas al infernal ritmo de altas y bajas, temporalidad, precariedad, de una profesión ni agradecida, ni reconocida , ni pagada.
Alguna vez, a nuevas instancias siempre de parte, acompañando nuevos papeles de esos que obran en poder de la Administración, o de alguna de ellas, o de todas a la vez, se revisa su situación y se le reitera su condición de dependiente en grado ínfimo. Creo que todo a causa de que la señora Sara no miente y cuenta que es capaz de realizar la proeza de salir al parque cercano del brazo de la auxiliar de ayuda a domicilio, caminando de a poquito y bajando y subiendo las escaleras malamente y sin ascensor.
Todo, imagino, porque conserva la capacidad de levantarse e ir al servicio doblada hacia adelante y trajinar la mañana por la casa y se apaña, a base de amor propio y dignidad, para seguir preparándose la comida aunque no pueda hacer compra y portearla, hasta a su casa.
Dice Ana González que en Madrid hay cada vez menos solicitudes porque hay una demanda desmotivada y que hasta el 30 por ciento de las solicitudes termina dennegadas y sin grado alguno de dependencia.
Los nadie, por más que sean mis personajes de leyenda, viven así señoras y señores. Y ese así, es una vergüenza.
Francisco Javier López Martín