Comencé mi carrera como maestro en los inicios de la andadura democrática, en aquel Villaverde, que había sido pueblo hasta 1954. Ya en el 48 fueron integrados en la capital Carabanchel y Chamartín, con su barrio de Tetuán. En el 49 Canillejas, en el 50 Madrid había absorbido Vallecas y en el 51 Fuencarral.
Todo el cinturón que rodeaba la capital fue convirtiéndose en barrios y distritos de un Madrid cada vez más grande que hoy aglutina a 3 millones de habitantes. Villaverde, con sus barrios de San Andrés, el Cruce, Villaverde Bajo, la Ciudad de los Ángeles, o San Cristobal, incorporaba grandes dosis de infravivienda, chabolismo y asentamientos provisionales pergeñados para recoger el aluvión de nueva población inmigrante, marginada, excluida.
La Unidad Vecinal de Absorción (UVA de Villaverde), conocida también como barrio de los Toreros, fue devorada en 1979 por una riada que destrozó las viviendas prefabricadas. Allí se encontraba el Colegio San Roque, donde elegí comenzar mi andadura como maestro. Lo que habían sido aulas de contrachapado fueron sustituidas por un colegio de nueva planta, que estrené en el curso en que me incorporé a la docencia.
Villaverde era mi barrio y estaba en la frontera de aquellos territorios a los que el escritor Francisco Candel dedicó hermosos libros, como aquel Donde la Ciudad cambia su nombre. Eran años de experimentación democrática y de apertura a las nuevas formas de educación que ensayábamos en los Movimientos de Renovación Pedagógica que proliferaban en aquellos días.
Allí estuve cuatro cursos seguidos, aprendiendo de aquellos chavales y de sus padres, mientras ensayaba los métodos de Freinet, Freire, Ferrer i Guardia, o Lorenzo Milani, al tiempo que observaba atentamente las experiencias que se desarrollaban en Orellana, Fregenal de la Sierra, Barcelona, Vallecas, o las ikastolas vascas.
Tras varios cursos en Andalucía y luego en Leganés, pasé muchos años en el sindicalismo de clase de las Comisiones Obreras, embarcado en reconversiones productivas, defensa de los servicios públicos, combates contra los cierres empresariales, organización de huelgas generales, ganando elecciones sindicales, o abriendo puertas a nuevas respuestas para los nuevos problemas de un mundo cambiante, como las rentas mínimas, los servicios de empleo, la defensa de la salud laboral en las empresas, la formación de los trabajadores y el orgullo de clase.
Me considero heredero de la cultura del diálogo social que impregnó aquellos años anteriores a las tormentas, los huracanes y los desastres provocados, en la política y en la sociedad, por el 11M, la crisis del 2008, o la propia pandemia.
Fui un maestro en otras aulas que se llamaban de otras maneras, en otras tareas no menos pedagógicas. Nunca dejé de sentirme un maestro, pero no podía cerrar mi vida laboral, sin adentrarme de nuevo en la docencia, en la enseñanza en las aulas, en ese puesto que desde hacía muchos años me estuvo esperando, en la educación de personas adultas.
Así desembarqué en Parla. Comencé en Villaverde, en los límites de una ciudad en acelerado crecimiento, para acabar en Parla, en las fronteras de un Madrid en el que conviven más de 120 nacionalidades distintas.
Parla, una ciudad, la de rentas más bajas de Madrid, que a principios del siglo XX contaba con poco menos de 1.300 habitantes, que en el año 80 de ese mismo siglo tenía poco más de 70.000, a base de ver llegar mucha población de la inmigración interna y que hoy, en la tercera década del siglo XXI, alcanza los 130.000 habitantes, muchos de ellos venidos de todos los rincones del mundo.
Parla, uno de los pocos municipios que ha conservado la izquierda en el cinturón madrileño, a base de huir de aventuras como las que condujeron al endeudamiento brutal provocado por el famoso tranvía, a fuerza de pegarse a las necesidades perentorias de las gentes, limando tensiones y asperezas en la tremenda diversidad cultural.
Dedicando tiempo y esfuerzo a la defensa de los centros educativos, el hospital, los centros de salud, o la mejora de los transportes públicos para evitar el colapso diario de la A-42, para traer la nueva estación de cercanías, o defendiendo alternativas ante la Comunidad de Madrid para que el Metro termine llegando a la ciudad.
En lugares como Parla los centros de educación de personas adultas suponen un tenaz esfuerzo para que quienes no pudieron estudiar hoy puedan hacerlo, para que quienes llegaron de lejos aprendan a comunicarse en otra lengua que no es la suya, para que quienes fracasaron un día puedan tener hoy una nueva oportunidad, para que la desmemoria no avance y la igualdad se abra camino.
Eso es lo que cada día compruebo que hacen mis compañeras y compañeros. Eso es lo que intento hacer junto a ellos cada día. Y no, no es el mito de Sísifo, porque ningún esfuerzo es vano, porque cada empeño, por pequeño que sea, en Villaverde, en Parla, en Al Hoceïma, en Lagos, o en Quito, termina por forjar vidas rebeldes, mujeres y hombres libres.