Rafael, María Teresa y el exilio

Estoy cansada de no saber dónde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos que ver nosotros con los cementerios de los países donde vivimos?

María Teresa León

 

Hay quien dice que las redes sociales están sustituyendo a los medios de comunicación como fuente de información habitual. Sin embargo, la mayoría de esas informaciones en las redes nos remiten a medios de comunicación convencionales, con los cuales nos enlazan para leer la noticia detenidamente.

En otros casos, sin embargo, a través de esas redes nos enteramos de cosas que no merecen tratamiento, o como mucho un tratamiento muy escueto en las páginas de los periódicos, las radios, o los informativos televisivos. Así me ha ocurrido, cuando un amigo cuelga, en una de esas redes, un fragmento de  poema de Rafael  Alberti y recuerda que nació en el Puerto de Santa María en 1902, hace 115 años.

Me encanta que alguien conocido, o no, amigo o enemigo, me saque de la rutinaria sucesión de acontecimientos a los que me veo obligado a prestar atención a lo largo del día. Y éste es un acontecimiento de los que caen en mitad de la laguna de la memoria y crea ondas superficiales y hacia el interior.

No da para menos ese porteño, por nacer en el Puerto y por haber pasado aún más tiempo de su vida, 23 años, en Buenos Aires, donde nació su hija Aitana. Allí es donde Alberti veía venir volando un mapa de España que las nubes traían hasta el Paraná. Qué fuentes de inspiración no bebería Alberti en el Rio de la Plata, qué sonidos no escucharía, qué luminosos colores no llenarían sus ojos, qué olores, qué caricias. Hay quien pensará qué maravillosa la vida de este Alberti que luego terminó siendo romano.

Y es, en parte, verdad. Cómo negarlo. La riqueza de los versos de Alberti se nutre de Baladas del Paraná, de la Punta del Este, de los peligros que acechan al caminante en Roma, o de las canciones del Alto Valle de Aniene. Sin embargo, el precio pagado por cualquier emigrante forzoso, por razones económicas, políticas, o de otro tipo, por cualquier exiliado, es siempre demasiado alto.

Basta escuchar a la mujer que le acompañó durante todos estos años de exilio, María Teresa León, Nosotros hemos ido perdiendo siempre nuestras eternidades, dejándolas atrás a lo largo de nuestra vida, siempre con los zapatos puestos para echarnos a andar.

Desde la lejanía de sus eternidades perdidas y la dentellada de sus soledades, a orillas del Paraná o, ya más cerca de España, en su casa del Trastévere, cerca del Tíber, María Teresa, (cuya obra sigue siendo la gran desconocida de la Generación del 27, sin que casi nadie haga gran cosa por recuperarla), vuelve a decirnos que memoria del exilio es la de quien dejó atrás la destrucción de la guerra como la única patria, el último paraíso desolador tras la muerte de las ilusiones y las esperanzas.

¿No comprendéis? Nosotros somos aquellos que miraron sus pensamientos uno por uno durante treinta años. Durante treinta años suspiramos por nuestro paraiso perdido, un paraíso nuestro, único, especial. Un paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso de calles desiertas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas y campos devastados (…) Podéis quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España (…) Dejadnos las ruinas. Debemos comenzar desde las ruinas. Llegaremos.

María Teresa descansa en el cementerio de Majadahonda, tras su duro combate contra el Alzheimer, sin que pudiera concluir su Memoria de la Melancolía. Las cenizas de Rafael, marinero en tierra, navegan por fin en la bahía de Cádiz.

Agradezco a ese conocido que me haya traído por las nubes un recuerdo de España. La memoria del exilio de allende y del exilio interior, que me ha permitido reconstruir viejos y nuevos recuerdos, aunque me hagan sentir el tonto de Rafael, en una patria madrastra que vive una amnesia premeditada, una conjura del olvido, una demencia sin edad, que no parece enfermedad, sino proyecto de país.

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