Vivimos tiempos de clausura decretada en la administración española, que obliga a recurrir al torno conventual para comprar cualquier servicio, pedir cita previa, llamar a infinidad de teléfonos que no contestan y que cuando lo hacen, ocasionalmente, nos permiten escuchar una voz digital metálica que nunca te lleva a ninguna parte, nunca te ofrece solución alguna, más allá del vuelva usted mañana, llame usted más tarde.
De pronto creí entender
(fue como una iluminación repentina)
que si tengo firma digital puedo realizar un montón de gestiones oficiales que me podrían ahorrar el disgusto de las llamadas al vacío, entablar diálogos de besugo sordo con máquinas inteligentes entrenadas para la distracción, la tortura del torno. Pero no.
Para empezar, la tramitación online del famoso certificado es sólo accesible a internautas nivel usuario avanzado. Para empezar hay que descargarse navegadores de versiones anteriores al que tienes descargado y actualizado, no cualquier navegador funciona, hay que tener paciencia, teclear lo mismo muchas veces, hasta que después de muchos tutoriales y ensayos, alguien con Inteligencia Artificial, se acuerda de ti y te da el visto bueno.
Ya está. Bueno, no está. Es el momento de recibir un correo con instrucciones y claves. Y es el momento de pedir una cita previa en una oficina para personarte físicamente y acreditar tu identidad ante un funcionario que esta vez no puede ser virtual. Entonces puedes desplegar un mapa en el que te cuentan que hay hasta 2400 puntos autorizados para acreditarte. Me paseo por varios de esos lugares y en todos ellos hay que pedir cita previa telefónica. No admiten darte personalmente una cita de atención personal.
Hay un teléfono de cita previa que nunca levanta nadie, hay muchas direcciones sin teléfono, siguiendo el modelo,
-Do it yourself
(hágalo usted mismo)
muchos teléfonos que no contestan, o que contestan que no hay citas abiertas y vuelva usted mañana, llame usted más tarde. El famoso modelo decimonónico de Larra con teléfono de por medio, aderezado con máscarilla obligatoria y gel hidroalcohólico. Nuevas tecnologías y la nueva normalidad de la disfuncionalidad de siempre.
Al final alguien descuelga y amablemente te da una cita para el 28 de diciembre. No sabes si es una inocentada, pero la apuntas sin rechistar. Sigo insistiendo, buscando teléfonos, haciendo llamadas ya casi al tuntún, en un marasmo de apuntes deslavazados, por si una cita más próxima aparece.
Al final, alguien escucha el teléfono, deja lo que está haciendo, levanta el auricular y te cuenta que estás llamando a un departamento que no tiene nada que ver con el asunto, pero que, a título personal, puede indicarme dos lugares donde puede que las colas de espera sean menores, porque él recientemente ha tenido que resolver los mismos trámites.
En un exceso de amabilidad, me indica que, si eso no funciona, hay ayuntamientos en los alrededores de Madrid (aunque no el de la capital) que pueden acreditar la identidad personal. Problema solucionado, ya tengo cita. No porque el país funcione, sino porque las personas funcionamos, la sociedad funciona. Y esto ocurre en todos los ámbitos. El Central, el autonómico, el local, el de la gran empresa y el de la pequeña, la mediana, la microempresa y hasta entre particulares.
Nada más lejos de mi ánimo que buscar esos culpables que algunos encuentran siempre en los políticos, cuando los políticos son nuestro producto, están ahí porque ahí los ponemos nosotros y son, ni más ni menos, que el fruto selecto de nuestra elección, probablemente lo más parecido a nosotros, a lo que nosotros somos, o queremos ser.
La pandemia debería haber servido para tomar buena nota de todo aquello que no funcionaba, o lo hacía sólo a medias, a tirones, a base de improvisación, todo aquello que nos debilitaba como país. Pero parece que las sociedades no cambian así como así y que hará falta algo más que una pandemia para que este país comience a funcionar, algo que no es cosa de políticos. Al menos no sólo de políticos.