Aisha Kandisha y el mito de La Llorona

Fotograma de la película Aisha

El 1 de noviembre los centros comerciales, las discotecas, los ayuntamientos se embarcan en los festejos de Halloween. También en los centros educativos convocan disfraces y momentos de bailes, dulces, música y todo tipo de eventos.

No es extraño que el imperio haya fagocitado todas las celebraciones ancestrales del Día de Difuntos, para imponer ese modelo Halloween, que hunde sus raíces en la festividad celta de Samhain, en la que se da fin al verano, a la recolección y comienza un nuevo ciclo, un nuevo año.

Es noche de druidas, hadas, trasgos, ancestros, brujas y espíritus del bosque sueltos por las aldeas. Noche de hogueras y de pócimas elaboradas con bayas de muérdago que aseguraban salud y dotes adivinatorias. Noche para cubrirse con extrañas vestiduras y  adornarse con cabezas y pieles de animales para espantar y engañar a los fantasmas, o para atraerlos y guiarlos hacia las celebraciones en su memoria.

Fueron los irlandeses, huyendo de la hambruna, emigrando en masa hacia los Estados Unidos, los que dieron lugar a ese All Hallows Eve, esa Víspera del Día de  Todos los Santos, que hemos terminado por celebrar en todo el mundo como el comercial y festivo Halloween.

Pero este Samhain, renombrado como Halloween, tiene resquicios y fisuras por las que se filtran otras muchas leyendas que nos hablan de otras formas de vivir el hecho de la muerte. Es así como en muchos centros educativos proliferan los altares de muertos, las Calaveras Garbanceras, renacidas como La Catrina mexicana.

Es así como vuelve a nosotros la leyenda del Monte de las ánimas la fantasmagórica figura a la que perseguía el Estudiante de Salamanca y así como nos reencontramos con el mito de La Llorona, esa mujer prehispánica que vaga por las calles de toda Latinoamérica, gritando en busca de sus hijos, en busca del amor, en busca de sí misma.

Versiones infinitas y encontradas de esa misma hermosa mujer, de blanca y vaporosa vestimenta, de largos cabellos, que atemoriza a los habitantes de las ciudades sumidas en la penumbra. La mujer a la que temían hasta los brutales conquistadores.

Llorona, en la voz desgarrada de Chavela, en la susurrante voz de Rosalía. Llorona interpretada por Natalia Lafourcade, Ángela Aguilar, Carmen Goett, Lila Downs, o por Salma Hayek, rodeada de mariachis. La Llorona, en esa inolvidable versión de Joan Baez de mi juventud.

Tengo el enorme privilegio de que, cuando en estos días evoco la figura de La llorona en mis clases, en un intento de romper el cerco imperial de Halloween, mis numerosas alumnas marroquíes recuerden la figura de Aisha Qandisha, la hermosa y temida mujer que atrae a los hombres para luego asesinarlos, destruirlos, enloquecerles, o, en contados casos, perdonarles y colmarles de regalos.

Aisha Kandisha, la mujer que vengó a su familia, a los habitantes de su pueblo, asesinados por los portugueses. La hermosa dama, de largos cabellos y blanco vestido, que atraía a sus enemigos hasta hacerlos caer en sus redes y asesinarlos uno a uno. La mujer que sirvió de ejemplo para el alzamiento de las qabilas de las montañas contra el dominio de los extranjeros.

Aisha, convertida en yennía, genio, fantasma hermoso y vengativo, que sigue atrayendo y asesinando a los viajeros desprevenidos que recorren las estrechas y oscuras carreteras de la montaña, incapaces de percatarse de que esa hermosa mujer que flota haciendo señas en la cuneta deja ver bajo su blanco atuendo unas patas de cabra, o de camella.

Según otros, al igual que La Llorona tiene orígenes prehispánicos, Aisha Qandisha también hunde sus raíces preislámicas en la diosa del amor Astarté, la versión fenicia de la Isthar de Babilonia, diosa del amor, la fertilidad, el sexo sagrado.

Aisha, la yennía del amor, del agua, de los bosques, los prados, los montes y las montañas. La que atrapa a los hombres en su hermosura, los ahoga, los  asesina. La que infunde un terror que se funde con la atracción, un miedo que tiene que ver con la posesión, con la devoción que provoca. Mujeres y hombres que se sienten poseídos, habitados.

A veces de nada sirve entonar los rezos clamando Bismi lláhi rahmáni rahim, un mantra que invoca al Dios clemente y misericordioso. A veces nada puede conjurar la enfermedad, el abandono, la posesión, muchas veces la muerte, en algunas ocasiones la locura desencadenada. Tan sólo en contados momentos Aisha colma de riqueza y salud.

Tal es el respeto que impone Aisha Kandisha, aún en estos días de modernidad, nuevas tecnologías, digitalización y artificialidad de la inteligencia, que algunos corazones se encogen al escuchar su nombre y al recordar aquella infancia en la que los niños corrían espantados cuando la yennía era convocada.

Habrá quien opine que sobra cuanto he escrito porque no tiene en cuenta el horror y lo terrible de todo aquello que nos rodea en este mundo descerebrado, descontrolado, trastornado. Y sin embargo, se me ocurre que muchas de las cosas desdichadas que nos ocurren hunden sus raíces en el olvido al que sometimos a nuestras Lloronas, a nuestras Kandishas.

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