11-M, el día que rompió España

Aquel 11-M de 2004 tocaba ir a Alcalá de Henares. Andábamos embarcados en un proceso electoral en las Comisiones Obreras. Se había abierto una bronca interna entre los seguidores del Secretario General, Fidalgo (ahora asiduo participante en las tertulias de la radio de la Iglesia y flamante invitado en los encuentros de la Fundación aznarista) y los seguidores de su antiguo aliado Rodolfo Benito.

Un cambio interno de alianzas que hizo que la organización de Madrid quedara convertida en principal nota discordante en la organización. Es curioso que Madrid sea casi siempre nota discordante en todas las organizaciones políticas y sociales y que cualquier dirigente nacional salido de Madrid termina enfrentado con sus sucesores en la región capital.

Así estaban las cosas por las CCOO en Madrid. Con una candidatura impulsada desde la sede central, que contaba con algunas organizaciones como la de Alcalá de Henares y el apoyo de un buen número de federaciones estatales como el todopoderoso sindicato del Metal y no pocas organizaciones territoriales.

Resistimos aquel embate y resistimos los cuatro siguientes, pero por lo pronto hubo que dar la vuelta y regresar a Madrid cuando comenzó a correr la voz de que un número indeterminado de trenes habían estallado en su camino hacia Atocha y en las inmediaciones de la propia estación.

Tres años antes, el 11-S, tras la firma de un importante acuerdo con Ruiz Gallardón, entonces al frente del gobierno de la Comunidad, habíamos visto cómo los aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas en Nueva York. Ahora alguien estaba golpeando con la misma saña la capital de España.

Me pareció en aquellos días, hace 19 años, que se hacía verdad el poema de César Vallejo. Recibimos aquel día el golpe de los heraldos negros que nos manda la muerte. La primera democracia salida de la Transición, con todas sus virtudes y sus defectos, quedó destrozada entre los hierros retorcidos de los trenes, entre tanta muerte.

Es verdad que el terrorismo de ETA seguía matando y dejando un rastro de atentados sangrientos. Es verdad que la corrupción comenzaba a formar parte del paisaje y que fue un golpe de corrupción el que había dado al traste con los resultados democráticos en el Madrid del Tamayazo.

Pero aquel brutal golpe del islamismo yihadista convirtió a ETA en un proyecto sin futuro, porque no podría alcanzar nunca tal brutalidad. Desde entonces nada fue ya igual. No sólo por culpa del 11-M, pero las teorías de la conspiración desencadenada, la mentira como forma de hacer política, el todo por la pasta, el encuentro y el díálogo no como objetivo en sí mismo, sino mediatizado por intereses que dependen tan sólo del único objetivo, el poder.

Nadie ha sabido aún recomponer la figura y volver a una política del interés general y el bien común. Nadie ha sabido retornar a esos lugares en los que todos podíamos convivir, sin por ello renunciar a las ideas que legítimamente podamos defender.

Pocos parecen haber entendido que vivimos un mundo que puede despeñarse en cualquier momento por el barranco de la violencia y el desastre económico. Que es imposible imponer los designios de una mayoría a una inmensa colección de minorías. Pocos están dispuestos a combatir la corrupción en las propias filas y todos parecen dispuestos a tapar sus miserias aireando las de los demás.

Lo que debió haberse convertido en un grito unánime de unidad y de rechazo de la violencia, de compromiso con la decencia de la política acabó siendo una fuente de encontronazos y un grito áspero y arisco contra aquellos que comparten con nosotros la mayoría de los buenos y malos momentos de la vida.

Debimos haber aprendido algo más de aquel 11-M. Aún podemos retomar la lección.

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