Las profesoras y los profesores de todos los niveles educativos preuniversitarios inician el periodo vacacional de verano. Las aulas han quedado colocadas y ordenadas para quienes se vayan a hacer cargo de ellas en el curso siguiente. Una parte del profesorado volverá en septiembre, mientras que otra parte irá recibiendo noticias de su nuevo destino a lo largo del verano.
Algunos irán al paro, otros a un nuevo destino provisional y no pocos a esperar que una vacante, una baja, o una suplencia, hagan posible que se cubra de forma interina, transitoria y temporal el hueco generado. Así están las cosas en estos días en miles de centros educativos repartidos por toda España.
Desde esta atalaya privilegiada en la que me encuentro, me doy cuenta de que, como en muchas otras profesiones dedicadas al servicio público, ya sean sanitarias, educativas, de seguridad, servicios sociales, por poner algunos ejemplos, el esfuerzo desplegado no se corresponde con las expectativas generadas.
Quienes trabajan en estos servicios, casi todos al menos, dedican mucho esfuerzo cada día para superar las carencias con las que se encuentran, lo cual no es nada sencillo y genera tensiones personales que producen bajas laborales, depresiones y eso que los expertos llaman efecto quemado.
Pacientes que no mejoran, alumnos que no aprueban, pobres que lo siguen siendo de por vida. Esa sensación de que la sociedad deposita en ti una confianza imaginaria para que soluciones muchos problemas de los que terminas siendo notario, testigo, actor a la fuerza y sin recursos.
La sociedad crea el problema y muchos entonan la cantinela de que una educación disminuida, un sistema sanitario público desasistido y unas trabajadoras sociales sobrecargadas son esenciales para su solución. Unos servicios sociales en retroceso y entregados por partes al negocio privado.
Y lo malo no es que la cantinela sea himno guerrero de la derecha, sino que la izquierda hace años que ha picado el anzuelo y se ha entregado a la canción de moda. Conozco a muchos gobernantes de izquierda que se apuntaron a lo que luego llamaron colaboración público-privada y se dedicaron a entregar servicios públicos primero a ONGs, luego al etéreo “tercer sector” y al final a las grandes empresas privadas de servicios.
Así fue como la privatización se abrió camino en las residencias de mayores, los hospitales, la limpieza y jardinería, la ayuda a domicilio, las pruebas diagnósticas, los bancos de alimentos, los comedores sociales, la recogida de basuras, los servicios de seguridad, o la atención a mayores, emigrantes, o menores.
Es esta tolerancia indigna la que ha permitido que sean muchos los que quieren llevar a sus hijos a centros educativos privados, si puede ser concertados y gratuitos y a universidades privadas, donde en el pago de las matrículas va incluido el precio de las notas.
Todos los estudios realizados por instituciones educativas y numerosos artículos en los medios de comunicación inciden en que quienes concurren a pruebas como la EVAU desde un buen número de centros privados vienen con altas notas, que no se corresponden con las notas obtenidas luego en la prueba pero que ceban la nota final. Algunos medios lo denominan dopaje.
Ahora, cuando nos preparamos para participar en unas elecciones generales, cuando la búsqueda del voto se convierte en prioritaria, la izquierda haría bien en no caer en la trampa de la complacencia con los intereses particulares, egoístas y privados.
Una cosa es comprar servicios desde lo público y otra convertirse en uña y carne con quienes en aras del negocio privado justifican lo injustificable y terminan produciendo un evidente deterioro de la calidad y hasta de la cantidad de lo público.
Exigir evaluaciones de calidad de los servicios públicos es algo aún inexistente en España. Se trata de un campo en el que se comenzó a hacer algo en los años 90 del siglo pasado, pero que no ha sido plenamente desarrollado. Como mucho las evaluaciones se limitan a medir resultados cuantitativos y grados de satisfacción obtenidos, utilizando métodos poco fiables.
Una apuesta por lo público (por la sanidad, la educación, los servicios sociales públicos), un control de los servicios entregados a gestión privada y una evaluación real, integral y global de la calidad de los servicios públicos me parecen condiciones esenciales que la izquierda debería defender sin condescendencia en estos momentos. Algo que la derecha nunca llevará en sus intenciones, ni en sus inexistentes programas.
A ver quién se atreve.