Algunas reflexiones sobre los jóvenes

La Comisión de Pastoral Social, dependiente de la Conferencia Episcopal Española, organiza un curso anual sobre Doctrina Social de la Iglesia. Este año el curso tiene un título sugerente, Los jóvenes, presente de la sociedad y de la Iglesia. Me han invitado a participar en una de las mesas redondas para reflexionar sobre una pregunta, ¿Hay otra política económica para los jóvenes?

Lo primero que se me ocurre es que sólo habrá otra política económica para los jóvenes, si es posible otra política económica para el conjunto de la población. Pero este pensamiento choca frontalmente con la concepción generalizada de que éste mundo es inmutable. Salvaje, injusto, desigual, competitivo, cruel, siniestro.

Para quienes defienden esta forma de ver el mundo (y no son pocos), las cosas son así, aunque no lo queramos y sólo es posible pactar algunos espacios de libertad condicional, bajo permanente vigilancia de ese Gran Hermano que comenzó a fraguarse en torno al 1984. Son ya muchas las personas y las instituciones que han aceptado esta lógica.

Y, sin embargo, sigo creyendo que no todo está perdido, siempre que hagamos bandera de la lucha contra la precariedad. Una precariedad que es mucho más que la temporalidad en el empleo, porque ambiciona ocupar cada espacio de nuestras vidas, desde la educación, a la salud, la vivienda, la vejez y hasta las creencias religiosas. La precariedad es un nuevo dios autista, omnipotente, omnipresente y ensimismado, incapaz de reconocernos mínimos espacios de libertad.

Yendo al asunto, un buen comienzo para afrontar una política económica que sirva a nuestros jóvenes consistiría en fortalecer el sistema educativo para acabar con el Abandono Educativo Temprano (AET), que se sitúa en España por encima del 18%, mientras que en Europa la media se encuentra levemente por encima del 10%. En el año 2020, la Unión Europea ha fijado el objetivo de que los países miembros no superen el 10%.

Hasta ahora el Gobierno del PP había venido aireando que, en 2008, justo antes del comienzo de la crisis, nuestras tasas de abandono escolar temprano estaban por encima del 31 por ciento, para justificar, a continuación, que hemos mejorado mucho. Aún así, el anterior Ministro de Educación, avanzaba que llegaríamos al final de la década con un 15% de abandono educativo temprano, lo cual me parece hasta optimista.

Durante los años de bonanza anteriores a la crisis, muchos jóvenes preferían trabajar a seguir estudiando. Cuando la crisis se quedó a vivir entre nosotros, nuestros jóvenes, atenazados por el paro, se han refugiado en mejorar su formación, aunque desde el gobierno, a base de recortes educativos, se haya hecho más bien poco para corregir las tasas de AET. Pero si el empleo se recupera, puede que la tasa de AET se estanque y hasta que vuelva a crecer.

Otra cosa que podemos hacer es promover y prestigiar nuestra Formación Profesional (FP). España mantiene, de forma irresponsable, unos niveles educativos polarizados. De una parte, más del 40% de la población no supera la pura y dura formación obligatoria (la Enseñanza Secundaria Obligatoria). En el otro extremo, casi el 36 por ciento de la población tiene formación universitaria, o de Ciclo Superior. El resto se mueve en el nivel de Bachillerato y Ciclos de FP. El hecho es que tan sólo el 12% del alumnado se matricula en FP.

No es extraño que casi el 70% de los jóvenes que tienen un empleo se sientan sobrecualificados y ocupando puestos de trabajo que se encuentran muy por debajo de su nivel formativo, mientras que los empresarios se quejan de que el 44% de los puestos de trabajo no se cubren porque no encuentran personas con la cualificación necesaria. Algo no cuadra.

La cifra de los empresarios parece exagerada y seguro que lo es. A fin de cuentas vienen demostrando que quieren lo mejor, al menor coste posible y con el máximo de beneficio rápido y seguro. Pero es cierto que una Formación Profesional infrautilizada, cuyo prestigio social no alcanza en las encuestas el aprobado, no puede contribuir a ajustar las necesidades productivas con la cualificación.

Prestigiar la FP es esencial. Pero para ello hay que acabar con la bicefalia que conlleva la doble responsabilidad de los Ministerios de Educación y Empleo sobre la Formación Profesional. Hasta eso que se ha dado en llamar FP Dual, lo es, tan sólo, por la doble manera de entender  qué cosa significa la famosa palabra.

Hay que flexibilizar la FP, estableciendo módulos formativos, itinerarios flexibles y adaptados, mejorando la transición hacia la universidad, facilitando el reconocimiento académico de la experiencia profesional adquirida. Son cosas que otros países ensayan con éxito y que en España no pasan del nivel de la formulación teórica y los buenos deseos.

Pero ya desde el nivel de la Formación, hay que combatir la precariedad y en eso aportamos pocas buenas prácticas. Los contratos de formación se han convertido en fraude generalizado con mal empleo y nula formación. Los becario padecen la inseguridad y las bajas remuneraciones y forman parte del paisaje cotidiano del tipo de profesionales que utilizan grandes empresas, instituciones y administraciones. Abundan los anuncios en los que se ofrece trabajar gratis, con tal de engordar un poquito el currículum.

Sin embargo, nadie se ha tomado en serio poner en marcha un Estatuto del Aprendizaje que regule las condiciones de trabajo y formación que deben de aplicarse en las empresas, por más que nos lo reclame la Unión Europea, como al resto de países miembros.

Claro que hay mucho que se puede hacer para impulsar otra política económica y de empleo para nuestra juventud, pero todo comienza con la formación. El proceso formativo no debería ser un reproductor de las miserias del mercado laboral, sino un momento de desarrollo personal que facilita un nuevo modelo empresarial y de empleo. Más estable, más seguro, con más derechos.

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