El contrato social está roto

No ha sido un golpe aislado. Ha sido una batería de agresiones la que nos ha llevado a esta situación, general y global, de pérdida de derechos laborales y sociales. No ha sido en España. Ha ocurrido en todo el planeta. Estas pueden ser las principales conclusiones de  ese informe denominado Indice Global de Derechos, elaborado por la Confederación Sindical Internacional (ITUC).

Las desigualdades en el planeta no han hecho sino crecer a lo largo de las últimas décadas. Pero para agudizar el problema se desencadenó la crisis de Lehman Brothers, que se convirtió en un ensayo generalizado de precarización de las vidas y los empleos. No bastaba que quisieran convertirnos en seres ínfimos, degradados, precarios. Tenían que someternos a la pérdida de nuestras vidas y de muchos de nuestros empleos, al miedo a vivir bajo la amenaza permanente de las pandemias.

No contentos con ello, el cambio climático aparece como una realidad incuestionable. Los episodios de calor son más devastadores, los desastres naturales son más frecuentes y podremos intentar negar que sea efecto de la acción humana, pero el calentamiento global está ahí y no perdona a la especie humana la inconsciencia con la que hemos devastado los recursos naturales.

Y, en una vuelta de tuerca más, las guerras y los conflictos se apoderan de numerosos países, se acercan cada vez más y aterrorizan nuestras vidas con esas imágenes de civiles muertos, mujeres violadas y niños armados hasta los dientes.

Los trabajadores del mundo, aquellos a los que muchos de sus líderes llaman a unirse, soportan una agresión cada vez mayor, que disgrega sus fuerzas y les obliga a mirar por la supervivencia en el corto plazo. Derechos básicos como la libertad de reunirse y expresarse sin cortapisas, han sido perseguidos en cada vez más países pasando de poco más del 25% hace ocho años a más del 40% el año pasado.

Los derechos a formar un sindicato, a afiliarse, a reunirse en una asamblea, a participar en una huelga, a informar, a negociar un convenio colectivo, son cada vez menos frecuentes en el conjunto del planeta. Si la libertad es menor, la democracia es mucho menos sólida. Habrá quien no quiera verlo, pero es lo que hay a lo largo y ancho del planeta.

Casi el 80% de los países del planeta impiden la constitución de sindicatos en determinadas circunstancias. Se prohíbe a quienes trabajan que puedan organizarse en sus centros de trabajo y la actividad sindical es perseguida, juzgada y conduce a duras penas de cárcel.

En países como Afganistán, Siria, Túnez, Burkina Faso, Jordania, Egipto, Myanmar, Hong Kong, Bielorrusia, o Jordania, las prácticas antisindicales son frecuentes incluyendo la violencia y la muerte de numerosos sindicalistas cada año.

Recientemente hemos podido comprobar el desprecio a la vida trabajadora cuando hemos conocido los miles de trabajadores inmigrantes que han muerto en la construcción de las instalaciones del Mundial de Qatar. El asesinato de sindicalistas es práctica habitual en más de una decena de países. En muchos países africanos, de América Latina, de Oriente Medio, o Asía, ser sindicalista significa jugarse la vida. En la mayoría de países del planeta significa cuando menos perder el trabajo y ser sometido a juicios, cárcel y tortura.

Vivimos en un mundo sometido a profundas tensiones y transformaciones. El contrato social que con mejores y peores momentos que se había inaugurado en Occidente tras la traumática Guerra Mundial y la inmediata y posterior Guerra Fría. Un contrato social que había adquirido la forma de Estado del Bienestar, el Wellfare State.

La llegada de las hordas ultraliberales encabezadas por Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan, en Estados Unidos, pusieron lo público al servicio de los intereses privados, dando lugar a la famosa colaboración público privada, que significa que el sector público pone lo que es de todos al servicio de los negociantes privados.

Ahora han decidido entrar a saco en la vida de las personas. En sus trabajos, en su ocio, en el gobierno de su consumo. No me extraña que haya conspiranoicos que consideran lo que nos pasa obedece a un plan urdido por oscuras mentes.

Pero no, la crisis del 2008, la pandemia, la guerra, el cambio climático, son sin duda efectos indeseables de la barbarie humana, pero creo que no existe un plan director coordinado y orquestado, sino tendencias orquestadas en múltiples foros, que todos aceptamos y que nos conducen hacia la peor distopía de cuantas podamos haber leído.

Claman los sindicatos por un nuevo contrato social y su clamor retumba en el desierto. La libertad está amenazada y la democracia secuestrada y como consecuencia en los centros de trabajo los derechos esenciales de negociación colectiva, huelga, manifestación, o asamblea, se ven coartados, reducidos, sojuzgados.

Exigen los sindicatos un nuevo contrato social, pero una de cada cuatro personas en este planeta se juegan la vida en lugares donde hay conflictos desencadenados. Son esos conflictos, la amenaza constante contra las vidas, el cambio climático, las hambrunas, las desigualdades y la pobreza, los que provocan masivas migraciones incontenibles por muchas vallas o muros que levantemos.

Si la sensatez se abriera paso por un momento podríamos entender que no podemos menospreciar los Derechos Humanos, que no podemos alentar las guerras y la violencia, que los gobiernos autoritarios no deben hacerse con las riendas de los países y que los desastres climáticos que nosotros mismos producimos no pueden amenazar nuestras vidas, la vida en el planeta y la existencia de nuestra  propia especie.

Hacen bien los sindicatos en reclamar más y mejores empleos, el respeto a los derechos laborales y sociales. A fin de cuentas lo que cualquier revolucionario ha reclamado siempre: libertad, igualdad, fraternidad. Ahora bien, todo contrato social, tal como lo concebía Rousseau, requiere un consentimiento voluntario, un acuerdo entre partes que difícilmente se producirá cuando “quienes nacieron libres se encuentran encadenados”. Por lo pronto el contrato social ha sido roto.

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