La formación es el proceso de aprendizaje que nos conduce desde la dependencia absoluta en la que nacemos hasta la autonomía personal para gestionar nuestros propios asuntos y nuestra propias vidas, la adecuada administración de nuestros recursos.
La educación no debería consistir en formarnos para atender mejor a la demanda de las empresas y sus necesidades de convertirnos en grandes consumidores. La formación debería consistir en adquirir capacidades y habilidades laborales y sociales. Pero también y sobre todo, en dotarse de valores y principios que nos ayuden a vivir. Formarse es adquirir compromisos que nos permitan mejorar nuestro mundo.
Así vista, la formación no parece sólo cosa de colegios, institutos, universidades. O por lo menos no sólo de los centros educativos. En las familias, en las calles, en los grupos sociales de los que formamos parte, también se aprende, también nosotros formamos a las personas que nos rodean.
La formación inicial, con la que nos arreglábamos a lo largo de toda la vida no hace mucho tiempo, se ha convertido en un proceso permanente y a lo largo de toda la vida. La formación profesional ha disparado su demanda a lo largo de los últimos años. Abundan los cursos, grados medios, o superiores, los certificados. Sin embargo, son muchas las plazas demandadas y muy escasa la oferta, especialmente en lugares como Madrid, o Cataluña.
La Formación Profesional exige más atención de la política y del mundo del trabajo. De los empresarios y de los sindicatos. Hace tiempo que la Formación Profesional debería haber dejado de ser la opción de quienes lo han pasado peor en las enseñanzas obligatorias. No es un intento nuevo, pero nunca ha terminado de cuajar.
Hemos debatido y hasta legislado nuevas normativas en materia de Formación Profesional. Hemos explorado modelos como el de la formación dual en Alemania. La combinación de aprendizaje en el centro educativo y en la empresa.
Más presencia del centro educativo en la empresa y más presencia de las empresas en los centros educativos. En definitiva, más capacidad de adaptar los planer y programas educativos a las necesidades productivas del territorio donde actúan y de las personas que se forman en ellos.
No se trata de que los centros educativos se pongan al servicio de las empresas. O no sólo al servicio de las empresas, de su rentabilidad, de la optimización de sus inversiones, la obtención de beneficios empresariales. Llegaríamos por este camino a una oferta formativa que no atendería necesidades reales de las personas.
Las familias profesionales son cada día más cambiantes y se aglutinan de forma caprichosa e imprevisible. Es muy difícil acertar con el sistema de cualificaciones futuras que vamos a necesitar y qué puestos de trabajo van a existir, porque no sabemos el escenario en el que vamos a vivir y trabajar.
Parece que sí sabemos que la Inteligencia Artificial (IA), el internet de las cosas, la robótica, la fabricación aditiva, la biología sintética, o los materiales inteligentes están produciendo ya cambios importantes en nuestras vidas. Las promesas tecnológicas parecen superar con creces la capacidad real de las nuevas tecnologías para mejorar por sí mismas nuestras vidas.
No sabemos qué cambios traerán consigo algunas transformaciones tecnológicas como la computación cuántica que sustituye los bits por los cúbits. Muchos de esos cambios tendrán efectos disruptivos, de fractura brusca, sobre nuestros modelos de formación y aún no sabemos qué efectos tendrán sobre el trabajo tal como hoy lo conocemos.
Lo que sí sabemos es que una formación al servicio de los seres humanos es cada vez más necesaria precisamente por el mundo cambiante, sometido a tensiones y transformaciones profundas, hacia el que nos encaminamos.