El cinismo de nuestra sociedad roza por momentos la pura, simple y llana hipocresía. La hipocresía de un egoísmo compulsivo disfrazado con dosis abrumadoras de mojigatería, pamplina a veces disfrazadas de pragmatismo realista. Lo hemos comprobado en este proceso dramático que hemos vivido con COVID-19, sin ir más lejos, con el trato dado a nuestros mayores en las residencias.
Lo percibimos a diario en otros casos como el de las personas con discapacidad, pero no reparamos en ello. Cambiamos los nombres de las cosas para que parezcan distintas, pero sólo que lo parezcan. Cuando yo era pequeño había deficientes, mongólicos, subnormales. Nadie se ofenda, ni queme a los Cristobal Colón de aquella época, porque así eran llamadas muchas personas en aquellos días.
Luego fueron discapacitados, minusválidos, personas con discapacidad, síndrome de Down, sordos, ciegos, invidentes, pero todo ello ha ido cambiando. Ahora hay quienes hablan de personas con diversidad funcional, una denominación que intenta resaltar que en una sociedad tan diversa cada persona funciona de manera distinta y necesita, en todo caso, que el entorno se adapte para que cada uno pueda realizar sus tareas habituales. Otros prefieren personas en situación de discapacidad.
En tiempos más modernos personas con capacidades diferentes, o con capacidades especiales. Entre los profesionales que trabajan con estas personas existen encendidos debates sobre la forma correcta de darles nombre. No niego que el nombre dice mucho sobre la manera de abordar una situación, un problema. Dar nombre significa una manera de conocer y nos sitúa en mejores condiciones de actuar y cambiar las cosas. Pero no necesariamente es así. A veces dar nombre significa enmascarar y dejar las cosas tal cual con una patina y apariencia de que algo ha cambiado.
En realidad no oír no significa que una persona no pueda escuchar lo que otros dicen mirando la boca de quien habla, o interpretando el lenguaje de sordos. Una persona con una discapacidad intelectual tardará tal vez un poco más en entender algo, pero lo entenderá. Quien anda con dificultad, o no puede andar, llegará más tarde, pero terminará llegando.
No ver hace que se desarrollen otros sentidos como el oído, el olfato, el tacto, o el gusto para ver a través de ellos lo que no puedes percibir con los ojos. Ni tan siquiera las barreras físicas son insalvables para personas con discapacidad física, siempre que exista la voluntad política y social de romper todo tipo de barreras que lo impidan.
Uno de los mayores retos de las personas con discapacidad, diversidad funcional, o con capacidades especiales, elija usted el nombre, es poder acceder a la autonomía personal, a la suficiencia económica gracias a la igualdad de oportunidades y a un empleo decente. Sin embargo es aquí donde el cinismo impera.
Según los últimos datos oficiales conocidos una persona con discapacidad que trabaja por cuenta ajena obtiene un salario anual medio bruto un 17 por ciento inferior al de una persona sin discapacidad. En el caso de los hombres con discapacidad cobran casi un 21% menos y en el caso de las mujeres algo más de un 14% menos que las mujeres sin discapacidad.
Pero incluso en estos empleos desempeñados por personas con discapacidad existen las brechas de género. Así, un hombre con discapacidad cobra un salario casi un 16% superior al de una mujer con discapacidad.
Tampoco todos los tipos de discapacidad son tratados de la misma manera. Una persona con discapacidad física, o sensorial, cobrará en general más que otra con discapacidad mental, o intelectual, al igual que en los puestos de trabajo de categorías más bajas y menos cualificadas es donde se encuentran las mayores diferencias salariales.
Las leyes establecen porcentajes de reserva de puestos de trabajo para personas con discapacidad en empresas que cuenten con más de 50 trabajadores, que se eleva hasta el 5% en el caso de las Administraciones Públicas. Existe legislación para evitar el abuso y la explotación laboral de colectivos desfavorecidos. Existen un buen número de empresas, o de entidades, que han creado centros especiales de empleo para fomentar el empleo de las personas con discapacidad pero, pese a todo, las desigualdades perviven.
La igualdad no es que todos tengamos derecho a recibir exactamente lo mismo, sino que cada cual pueda contar con aquello que necesita para conseguir el mismo grado de libertad que el resto de las personas. Las personas mayores, la infancia, las personas con discapacidad, no son personas con menos derechos, pero es fácil que sus necesidades pasen más desapercibidas y que los desaprensivos amantes del negocio hagan de las suyas.
Es triste pensar que estas cuestiones pasen tan desapercibidas, cuando forman parte de lo cotidiano. Es esencial que tras el desastre sembrado por la pandemia reflexionemos sobre la calidad de vida y la libertad de aquellas personas que sufren la desigualdad con mayor intensidad.
La política, la economía y la sociedad tienen la obligación de asegurar el acceso a los mismos derechos a todas las personas, sea cual sea su edad, o sus capacidades. En eso y no en otra cosa debería consistir la nueva normalidad reaprendida y mejorada.