Vale que los catalanes tenían sus masías y un buen puñado de industrias textiles. No le hacían ascos a la fabricación de armas en tiempos de guerra, como aprendí durante la lectura de aquella hermosa novela de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta.
Maestros como eran en la comercialización y el mercadeo, se inventaban a sí mismos cada día. También me lo enseñó Mendoza, en La ciudad de los prodigios. Se volcaban en el fulgor de los negocios generados en torno a las repetidas exposiciones universales decretadas desde finales del siglo XIX, con toda su parafernalia de autobombo y todo su movimiento de dinero negro generado por especuladores profesionales
Y vale que el Norte tenía puertos importantes y poderosas industrias metalúrgicas y profundas minas de carbón y bancos que guardaban los dineros de tanta burguesía industrial. Y vale que hasta la Valencia de frutales y la Andalucía de terratenientes, tenían puertos grandiosos abiertos al comercio con América y con el Mediterráneo todo.
Ahí están los motores económicos de Barcelona, La Coruña, Santander, Bilbao, Valencia, Málaga, Cádiz y hasta Sevilla. Y en el centro de esas periferias económicas, políticas, lingüísticas, una inmensa estepa en cuyo centro se alza Madrid, elegida capital por descarte de otras grandes ciudades que antaño fueron mucho más relevantes, como Toledo, Valladolid, o Burgos.
Pero Madrid no tenía minas, ni grandes industrias, más allá de unos cuantos talleres del ejército. No tenía talleres textiles, ni grandes puertos comerciales. Madrid no tenía burguesía industrial, ni comercial, ni financiera. Tan sólo aristocracia, rancia nobleza y militones, muchos militones de carrera. Un partido aragonesista de nobles cortesanos y otro de golillas integrado por los funcionarios de alto rango.
Más que vertebrado por clase trabajadora, nuestro Madrid era una abigarrada amalgama de sirvientas de la corte, cocineras, oficios artesanos, mozos de cordel, prostitutas, aguadores, colchoneros, modistas, caldereros, esparteros, herreros, cuchilleros, lavanderas, militares, criadas, porteras, doncellas y albañiles.
Un buen día, la regente María Cristina, tuvo la feliz idea de convocar a la flor y nata de los potentados madrileños para decirles,
–Puesto que Madrid no tiene industria hagamos industria del suelo.
De forma aviesa y retorcida, la reina regente concede un doble significado a la palabra industria. La industria como sistema productivo, la industria como negocio. Los pudientes de Madrid en aquel momento aprendieron la lección y el resultado para sus bolsillos fue magnífico.
El negocio del suelo ha llegado hasta nuestros días. Ha perdurado en el tiempo. Se ha extendido por toda España al calor del furor turístico, del piso en la playa, de los hoteles, del apartamento. La recalificación del suelo, la promoción inmobiliaria, el ladrillo. La especulación, la corrupción, la connivencia entre negocios y política se convirtieron en animal de compañía.
El ladrillo y el turismo han actuado como motores del crecimiento español y lo siguen haciendo. Y pese a ello Madrid y España tienen un problema pertinaz de vivienda para su ciudadanía. Aunque hubo un tiempo en el que la política se ocupó de la vivienda, un tiempo en el que la mayoría de las viviendas tenín algún tipo de protección pública, esto ha dejado de ser así.
Viviendas públicas, viviendas sociales, viviendas de protección oficial, viviendas de precio tasado. Fórmulas para ofrecer a las personas eso que pomposamente han llamado “soluciones habitacionales”. Pero ya no. Nos encontramos a la cola de Europa en viviendas con protección. A la cola de las viviendas en régimen de alquiler.
Los políticos han abandonado la política de vivienda y la vivienda se ha revelado como uno de los problemas endémicos de nuestro país. Un problema mayor que el de la pertinaz sequía. Un problema que devora las posibilidades de supervivencia de muchas familias para salir adelante.
Lo mires por donde lo mires, el asunto no tiene solución mientras nuestros políticos sigan empeñados en vender humo. Promesas electorales de construcción de cientos de miles de viviendas asequibles. Promesas siempre crecientes y siempre incumplidas.
No habrá solución mientras se sigan alentando operaciones como Chamartín, Campamento, o Paseo de la Dirección, donde lo realmente importante sigue siendo el sempiterno y masivo negocio del suelo. Hagamos las cosas bien por una vez y hagamos lo que tenemos que hacer.
Solucionar el problema de la vivienda y tener un buen parque de viviendas sociales, viviendas protegidas, viviendas en alquiler. Tardaremos años, pero estaremos dando una oportunidad de vida diferente, distinta y mejor a millones de personas.