IMV, lo mal hecho mal parece

En plena pandemia, a finales de mayo del año 2020, los socios minoritarios del gobierno se empeñaron en poner en marcha el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Como era previsible, los socios mayoritarios se resistieron y en las negociaciones tendentes a pacificar las tensiones se aprobó el fuero y se dejó sin poner el huevo.

Así, meses y años después de la aprobación de la medida los beneficiarios eran muy pocos y los problemas de gestión resultaban demasiados para una Seguridad Social tensionada por la falta de personal y por los engorrosos trámites burocráticos previos al reconocimiento o denegación de la solicitud.

Al cabo de dos años parece que el IMV alcanzaba a casi 1,6 millones de personas beneficiarias y algo más de 550.000 familias. De esas personas más del 40% son menores de edad y más de dos tercios son mujeres, lo cual pone de relieve dónde golpea la pobreza con especial dureza.

Hay quien culpa al ministro Escrivá de que casi tres años después de la puesta en marcha del IMV, no se hayan alcanzado aún los dos tercios de la población estimada que era potencialmente beneficiaria del IMV, es decir más de 850.000 familias y cerca de 2,5 millones de personas.

Hay quien culpa a Escrivá, de haber convertido el IMV en una trampa de papeleos imposibles para una población necesitada que no puede satisfacer las demandas de una Seguridad Social que nunca responde a las llamadas de nadie, como bien sabe cualquiera que pretenda contactar con la Seguridad Social.

Y será verdad, que entre unas cosas y otras Escrivá ha hecho todo lo posible para evitar el impacto económico de pagar el IMV. De hecho sus declaraciones que abundan en la idea de que muchos de los solicitantes no reúnen las condiciones para ver aprobada la prestación y piden por pedir, a sabiendas de que no tienen derecho a la ayuda, ya son suficientemente insultantes.

Pero no toda la culpa recae sobre el ministro en cuestión. Los otros socios del gobierno no se quedaron cortos cuando en lugar de intentar armonizar la aplicación del derecho a una Renta Mínima, que llevaba tres décadas de desarrollo en las Comunidades Autónomas, decidió tirar toda esa experiencia por la borda para arrogarse el titular de ser los padres del primer remedo de renta básica en España.

Pronto las Comunidades Autónomas cerraron el grifo de sus rentas mínimas, mientras el IMV colapsaba el maltrecho y recortado sistema de la Seguridad Social. Los requisitos de presentar rentas de años anteriores han conducido a que se terminen exigiendo abundantes e imprevistas devoluciones de cantidades.

Al tiempo que las constantes revisiones de la prestación para perseguir el fraude de los pobres (hay que ver con que meticulosidad se persigue el fraude de los pobres mientras se imponen irrisorias multas cuando el incumplimiento es de los ricos) hace que el bloqueo de las oficinas y de los teléfonos de la Seguridad Social sea ya objeto de justa mofa, merecida burla y recurrente escarnio en medios de comunicación afines y discrepantes.

En España hay unos 5 millones de personas en situación de pobreza severa, la punta del iceberg de esos más de 13 millones de personas que viven en la cuerda floja del riesgo de pobreza en nuestro país. Si los datos son exactos y deben de serlo teniendo en cuenta que se calculan con índices y tasas avalados por toda la Unión Europea, estamos muy lejos de proteger con el IMV a esas familias vulnerables.

Pero es que además nadie sabe con certeza cuántas de las personas que cobran el IMV proceden de las anteriores rentas mínimas autonómicas. Las solicitudes rechazadas, las extinciones por las constantes revisiones, las cartas exigiendo devoluciones de cantidades indebidamente cobradas y las rebajas en las prestaciones percibidas, son muy elevadas.

No son pocos los que piensan que nos están engañando con los beneficios de la Inteligencia Artificial (IA). Hoy, con esa IA en la mano, sería muy fácil establecer comprobaciones inmediatas del nivel de rentas de cualquier perceptor y evitar notificaciones de devolución o extinción por sorpresa.

Pero no, se obliga a las personas a acometer engorrosos procesos burocráticos que terminan produciendo efectos perversos, e indeseables, como los descritos. Ahora, conscientes del lío generado, descargando sobre los Servicios Sociales y la Seguridad Social un peso brutal, e insostenible, algunos miembros de la coalición se despachan con un salto hacia adelante, reclamando una renta garantizada, como derecho individual, compatible con el empleo.

El problema es que, a estas alturas, suena más a consigna, programa, propuesta electoral para una nueva legislatura, que a algo que pueda acometerse en los pocos meses que este gobierno tiene por delante. Pero eso no parece importar nada a personas aparentemente ocupadas en pensar tan sólo en la manera de seguir ocupando cargos y despachos ministeriales.

Vivimos tiempos en los que decir cosas como éstas supone caer en desgracia, correr el riesgo de ser catalogado como un aliado de la derechona. A estas alturas no me importa nada ese juicio de los bienpensantes y de aquellos que deciden qué hay que pensar, qué hay que decir y todo lo que hay que callar.

No es mi intención, porque soy consciente de que bajo gobiernos de la derecha irredenta que campa por España, no dispondríamos de otra cosa que cheques-servicio y negocios para ese sector privado que tan bien sabe colaborar con el sector público cuando se trata de poner el cazo y cobrar los bienes y servicios gestionados desde las corporaciones privadas.

Pero tampoco es bueno que nos hagamos trampas en el solitario y callemos frente a situaciones que generan malestar, sensación de impotencia, decepción y desconfianza ante cualquier forma de poder. Lo peor que le puede pasar a un gobierno que se pretende de izquierdas porque la hora de la cosecha está demasiado cerca.

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