Uno de los últimos escándalos a cuenta del Ingreso Mínimo Vital (IMV), proviene de esa práctica que tienen todos los gobiernos de aprobar leyes y decretos escoba, esas disposiciones legales en las que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se aprueban cosas tan variopintas como conceder una ayuda para instalar una desaladora en Murcia, o corregir un error anterior, aunque no tenga nada que ver con el objetivo de la ley, o el decreto en cuestión. Simplemente se incluye el pegote y se tramita y aprueba tal cual.
El IMV es esa prestación creada en tiempos de coronavirus para proveer de recursos y poner un parche a los problemas de aquellas familias que lo han perdido todo, golpeadas primero por la larga crisis económica que comenzó en 2008 y que aún no había sido resuelta y rematadas ahora por los efectos de una pandemia que ha destrozado cualquier esperanza de salir del atolladero.
El IMV debería de alcanzar a casi un millón de personas pero, pasado más de medio año desde su aprobación, sigue sin alcanzar ni al 20 por ciento de los perceptores que anunciaron que terminarían beneficiándose del mismo. Las razones pueden ser muchas, pero una de las más plausibles es que el sistema de Seguridad Social no estaba preparado en medios, recursos, personal y protocolos, para asumir la gestión de las rentas mínimas que las comunidades autónomas han ido aprobando y aprendiendo a gestionar durante casi 30 años.
Las tensiones entre ministerios responsables ha hecho el resto. Unos querían crear una renta básica universal y otros se empeñaban en poner todos los medios para gastar lo menos posible. Nos han llevado así al parto de los montes. Ya se sabe que se pusieron los montes de parto, emitiendo sonidos desgarradores, para terminar dando a luz un ratón.
Algunas comunidades como la madrileña se empeñaron en quitarse de en medio a los perceptores de su renta mínima a base de remitirles cartas en las cuales se les conminaba a demostrar que ya están cobrando el IMV bajo amenaza de suspender el cobro de su renta básica. Un despropósito más.
Cada poco, el Consejo de Ministros acuerda alguna modificación que no deja contentos ni a tirios ni a troyanos, que parece que cambia algo para que casi nada cambie. Trámites burocráticos insalvables, dilatados en el tiempo, que terminan conduciendo a largas tramitaciones y cuantiosas denegaciones.
Una de estas últimas modificaciones ha consistido en aprobar un decreto con alguna loable intención como establecer desgravaciones fiscales y exenciones para los perceptores del IMV. Un decreto destinado, por ejemplo, a eximir a quienes cobren el IMV, o una renta mínima autonómica, de pagar el IRPF hasta un tope de casi 11.300 euros de ingreso.
Lo malo es que, ese decreto de costes irrisorios, ha venido acompañado de la decisión de que el gobierno se haga cargo de pagar responsabilidades patrimoniales a bancos tan importantes como Santander, Caixabank y Bankia devolbiendo los 1.351 millones que esos bancos le habían adelantado a la constructora ACS tras el cierre del proyecto Castor.
Castor era el nombre del proyecto en el que la constructora de Florentino Pérez iba a construir un inmenso depósito de gas subterráneo, frente a Castellón, que terminó provocando quinientos terremotos, se dice pronto, en la Comunidad Valenciana. Los ricos nunca pierden y el abandono del proyecto dio lugar a la aprobación de cuantiosas indemnizaciones para ACS y para los canadienses de Dundee.
Los bancos les compraron esos derechos de cobro y ahora el gobierno paga a los bancos, cumpliendo una sentencia anterior de los jueces. Y para hacerlo utilizan un decreto de corte social, abusando una vez más de la archiconocida técnica administrativa del decreto escoba, que ahora no tocaba, un error de formas que nunca debe producirse en un gobierno de izquierdas.
De cara al futuro no estaría mal aprender de los errores y recomponer la figura de un gobierno atento a resolver los problemas de las personas sin recursos, aprovechando la experiencia disponible en las comunidades autónomas y dispuesto a gobernar escuchando las demandas y las necesidades de la ciudadanía.
Lo social no puede convertirse nunca en la disculpa para que los ricos salven sus dineros, mientras la mayoría de la población sigue esperando la protección de un Estado (ya sea central, autonómico, o local) que ni puede, ni debe, mirar para otra parte.