Haz tú la ley y déjame el reglamento, cuentan que decía Alvaro Figueroa, tres veces presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII. Bien sabía el famoso conde de Romanones que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Esto, junto a la manía de ocupar un despacho y limpiar indiscriminadamente las estanterías, sin reparar en cuanto de bueno pueda haberse acumulado en ellas durante años de gestión administrativa anterior, causa auténtico desastres políticos.
Sin que nadie se de por aludido, algo así parece estar pasando con el famoso Ingreso Mínimo Vital que ha creado el gobierno con la intención inicial de dar cobertura a aquellas personas que han perdido, o no tienen acceso, a otro tipo de prestaciones. La intención es buena, ciertamente, pero se produce sin tomar en cuenta todo lo realizado hasta el momento en este país, para atender este tipo de situaciones.
La operación ERTE ha sido magnífica y ha contribuido a traer estabilidad a la vida de muchas familias amenazadas por la pérdida inmediata del empleo y de los ingresos salariales que hubiera producido el forzado confinamiento de la pandemia. No es una solución permanente, ni puede generalizarse indefinidamente en el tiempo, pero ha sido una buena medida, reconocida por los sindicatos y los propios empresarios.
Habrá sectores, o empresas, que remonten de nuevo y otros sectores que saldrán muy tocados de la pandemia, junto a empresas en las que, definitivamente, se perderán muchos empleos. Hay que ir previniendo estas situaciones e ir preparando las medidas necesarias para reconstruir, construir de nuevo, o reconvertir determinadas actividades económicas, paliando su impacto sobre la sociedad en los espacios geográficos donde mayor daño pueda producirse.
Sin embargo, la operación IMV (Ingreso Mínimo Vital) siempre me pareció más fruto de las buenas intenciones que de la respuesta realista a una situación muy difícil. De una parte se encontraban quienes apostaban, dentro del gobierno, por crear una modalidad de renta básica universal condicionada por el momento de pandemia y el consiguiente aumento de las situaciones de pobreza sobrevenida.
De otra parte estaban quienes, dentro también del propio gobierno, querían limitar el espacio temporal y de aplicación de la norma, poniendo todo el acento en el control de los solicitantes y en evitar el fraude de los posibles perceptores, una actitud frecuente de los gobiernos con los pobres que no se produce con las grandes fortunas, por cierto.
El acuerdo no fue fácil entre ellos, pero se produjo finalmente, se aprobó una normativa, que no evitó que el acuerdo político se transformase en una dislocación de las políticas. Meses después de la aprobación de la norma cientos de miles de solicitudes permanecen embalsadas, a espera de tramitación, los expedientes tramitados son pocos y los resueltos favorablemente muchos menos de los esperados.
El propio ministro Escrivá reconoce que la mitad de las solicitudes van a ser denegadas y, aún así, es una perspectiva muy optimista si tenemos en cuenta las mínimas concesiones producidas hasta el momento. Quienes elaboraron los reglamentos de desarrollo han convertido el proceso de solicitud en una trampa administrativa que conduce a la denegación, con mucha más frecuencia que a la concesión de la ayuda, al no cumplirse los estrictos requisitos establecidos.
A la vista de los retrasos en el pago de los ERTE, la escasez de plantillas en las administraciones, fruto de los recortes presupuestarios de la etapa Rajoy, el gobierno debería haberse decantado por otras soluciones para el problema generado por la falta de recursos e ingresos por parte de numerosas familias.
Los sindicatos han avisado de estos riesgos hasta que los problemas han estallado. Tal vez hubiera sido mucho más útil no entrar en los grandes debates de rentas básicas, salarios sociales, ingresos mínimos, para centrarse en armonizar, equiparar y reforzar los programas de rentas mínimas que ya venían funcionando en todas las comunidades Autónomas, con unas u otras disposiciones legales.
El no haberlo hecho así, creando una nueva prestación, ha conducido a que algunas comunidades autónomas, como la presidida por la inefable Díaz Ayuso, hayan exigido a los perceptores de su ayuda regional que procedan a acreditar el cobro del IMV bajo amenaza de suspender el pago de su renta mínima.
Un temor frecuente y reiterado es que se termine produciendo un efecto desplazamiento que destruya toda la experiencia previa y los recursos de las rentas mínimas autonómicas, arrancadas por los sindicatos en las negociaciones de la Propuesta Sindical Prioritaria (PSP) tras la Huelga General del 14-D (1988).
Aquellos salarios sociales salieron adelante en las Comunidades Autónomas, pese a que el gobierno central, presidido por Felipe González, se empecinó en negar la mayor, bajo el argumento de enseñar a pescar en lugar de dar peces y se conformó con poner en marcha las Pensiones No Contributivas, que no fue poca cosa, ciertamente.
En una situación de pandemia inesperada y sin experiencias previas, como la que nos toca vivir, no va a ser fácil acertar siempre a la primera y serán muchos los errores que los gobiernos puedan cometer. Lo importante es no empecinarse en el error, no matar a los mensajeros, porque negar otras visiones y opiniones nunca ayuda al progreso y la unidad que cohesiona no es nunca fruto de la uniformidad, lo importante es corregir los problemas sin tardanza.
El Ingreso Mínimo Vital (IMV) es, por el momento, un patinazo, en el diseño, en lo legislado, en los medios y recursos administrativos puestos a su servicio, en los mecanismos de cooperación entre administraciones que puede conducir a que menos de una de cada diez personas en situación de pobreza severa termine percibiendo la prestación.
Un patinazo que hay que solucionar cuanto antes con el compromiso y la cooperación de las Comunidades Autónomas, los Ayuntamientos y la ayuda del diálogo social con empresarios y sindicatos. Cuanto antes.