Están aquí, en Parla, reunidas en un aula del Centro de Educación de Personas Adultas. Estudian español, enseñanzas iniciales, secundaria. Han venido a participar en un taller sobre las dificultades de la emigración. En Parla hay 115 nacionalidades.
Muchas vienen de Marruecos. Otras de Brasil, Ucrania, Guinea Bissau, o Conakry, Bangladesh, China, Perú, Ecuador, Rumanía, Nigeria, Nepal y así hasta 115 países de toda la tierra. Parla es la frontera de Madrid con el resto del mundo.
Han llegado porque en sus países hay guerras, porque hay mucha gente muriendo de hambre, porque la sed se extiende por sus tierras. Han venido porque quieren mejorar sus vidas. Exiliadas de la pobreza, de la violencia, del hambre, la sed, la guerra, el clima. No ha sido fácil. No está siendo fácil. Más bien es una decisión difícil.
Son mujeres. Todas. Viven sin papeles. Mujeres y no hombres, porque les es más fácil encontrar trabajo cuidando a nuestros mayores, cuidando a nuestras hijas, a nuestros niños, a nuestras personas dependientes.
Dejan a sus hijas, dejan a sus viejos a cargo de las madres, de las hijas mayores. Lo llaman cadena global de cuidados. La sociedad de los cuidados globalizada. Mujeres sin papeles que trabajan como internas, que cobran menos, sin contrato, sin papeles, sin empadronamiento, en situación irregular.
Durante el franquismo, la dictadura mandaba hombres al extranjero para que mandaran dinero a sus familias. Así se pagó una parte del desarrollo español. La otra parte de esa inversión la trajeron los turistas que tomaban el sol en nuestras playas, compraban vivienda y dejaban su dinero en nuestras costas.
Ahora son la chavalería bien formada, la que ha recibido una buena formación profesional, o universitaria, la que se va a probar fortuna en el extranjero ante la escasez de oportunidades en este país.
Las formas de vida en España, la escasez de trabajo, la vida precaria, el trabajo indecente e inseguro, los bajos salarios, los altos precios de la vivienda en propiedad o alquiler, hacen que los jóvenes retrasen su edad de emancipación, formen familias mucho más tarde y prefieran tener un perro que encargar un hijo.
Desde el final de la dictadura el crecimiento paulatino de la inmigración ha sido constante, acelerado durante los años 90 hasta la crisis de 2008 que enlazó con la pandemia y de nuevo en rápido ascenso desde que superamos la primera fase del coronavirus.
Las personas inmigrantes proceden de otras culturas sociales y familiares. Con menos recursos se atreven a tener hijos, tal y como lo hacían los españoles hace décadas, aunque tuvieran menos dinero que ahora, aunque el empleo no fuera ninguna maravilla, aunque los salarios fueran de miseria.
Mujeres inmigrantes cuyos velos, que cubren el pelo, provocan rechazo. Su color provoca rechazo. Sus ropas despiertan recelos. Mujeres inmigrantes hoy reunida para hablar de ellas mismas. Para contar sus vidas. Mujeres que, en ocasiones, sufren violencia de género, se ven sometidas al poder de las mafias que las obligan a pedir, a prostituirse, a robar en las calles.
Nadie deja su tierra por capricho. No, la emigración no es fácil. No lo es para nadie, pero aún menos la mujer que deja a sus hijos para cubrir puestos de trabajo feminizados. Son las cuidadoras, trabajadoras domésticas, invisibles, sin papeles, mal pagadas. Máquinas en la cadena global de los cuidados, que dejan de cuidar a sus hijos y a sus viejos, para cuidar a los nuestros.
Mujeres que llevan años en la misma estacada. Solas. Que lo dejan todo para venir y no encuentran nada. Al menos nada mejor. Más digno.