Salimos de una dictadura, hace ya más de 40 años, con un proceso de transición democrática en el que los hijos de los golpistas que ganaron una sangrienta guerra civil se sentaron con los hijos de quienes la perdieron. No debió ser nada fácil. Había muerto el dictador y nadie quería volver a más muerte, al enfrentamiento civil, a la larga noche del franquismo.
Me asombra ahora, cuando el momento es tremendamente complicado, no menos que lo fue entonces, aunque por causas distintas, que hablar con unos y con otros, sentarse a hablar, constituya un crimen contra la unidad de España, esa unidad que siempre termina por coincidir con la unidad de los negocios en marcha.
Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado fueron muchos los países que intentaron encontrar caminos hacia la convivencia libre y democrática y acabaron ahogados por golpes militares, auspiciados por los ricos y poderosos de cada lugar, pagados por las grandes corporaciones multinacionales y dirigidos por el país que ha venido ejerciendo como gendarme del mundo, los Estados Unidos.
Hoy, ese tipo de operaciones parece impensable. Todos aquellos pronunciamientos militares que dieron lugar a las dictaduras de América Latina, o del continente africano, que desgraciadamente sigue azotado por las guerras, asolado por los virus y sitiado por la muerte.
Esos métodos expeditivos están siendo sustituidos en Latinoamérica por nuevos mecanismos que permiten conseguir los mismos efectos, pero sin tener que ejercer la violencia de las bayonetas.
Si para el militar prusiano Clausewitz la política es la continuación de la guerra por otros medios, para los poderosos de hoy en día la continuidad de la política se produce en la utilización de la justicia, de los procedimientos legales, para atacar a los oponentes.
Si prestamos atención al laboratorio político que siempre ha sido América Latina podemos comprobar que esos métodos, a los que ya muchos denominan lawfare se han instalado con fuerza en países como la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner, o Héctor Timerman, la Bolivia de Evo Morales y sus colaboradores, el Brasil de Lula Da Silva, Dilma Rousseff y otros miembros de su partido y en otros países del entorno.
Un lawfare que amenaza con entrar también a fondo en la política española. Un método que tiene que venir precedido de la creación de una sensación generalizada de ineficiencia del Estado, de corrupción sistemática de las instituciones. Es entonces cuando los técnicos apolíticos, la iniciativa privada, esa justicia a la que nadie elige, aparecen como salvadores de la patria. Basta elegir el tema del momento (el 8 de Marzo) y la guerra en los tribunales da comienzo.
La batalla queda en manos de informes policiales, investigaciones, mandos interesados, comisarios bien relacionados, procedimientos judiciales, debates de tertulianos, especialistas en tensionar debates parlamentarios, sentencias infundadas, reclamaciones y recursos, años de ajetreos, ya lo ensayaron con la conspiranoia del 11M y no han cejado en el intento de perfeccionar el lawfare.
Para que la operación salga bien hay que contar con la inestimable complicidad de medios de comunicación y redes sociales a los que no les importe jugar con las fake news, o con la facilidad para airear y poner mucho altavoz a pequeñas miserias, al tiempo que se tapan grandes escándalos. Utilizar el lawfare, la guerra jurídica, como método infalible para conseguir el lawfear, el miedo a la ley y a los dueños de la misma.
No creo que sea mucho pedir que, lejos de intentar aprovechar las malas experiencias de algunos países latinoamericanos, nos esforcemos en recuperar lo mejor de nosotros mismos, las buenas prácticas del estilo político que caracterizó el momento de la transición.
El neoliberalismo nos condujo al infierno de convivir con lo peor de nosotros mismos y a afrontar sin medios ni recursos una batalla como la que estamos viviendo contra la enfermedad y la pandemia. No podemos lanzarnos a la guerra de los tribunales para conseguir imponer el miedo a la ley y cambiar las decisiones democráticas.
No será mucho pedir que todos entendamos que tenemos que reinventar el mundo pensando en las personas, conviviendo en sociedades libres, seguras, con derechos. No puede volver el abuso que condena a la ciudadanía, destruye las sociedades y amenaza nuestras vidas cuando más necesitamos del Estado y de sus herramientas para proteger, en primer lugar, nuestra salud y luego la dignidad de las vidas.