Unos cuantos ricos se pasean por el espacio. Uno, dos, a lo más. Ni todos los ricos, ni todos los habitantes del planeta, pueden realizar un paseo espacial. Mucho menos largarse a vivir a Marte, con la estúpida pretensión de convertirlo en una Nueva Tierra.
Así van las cosas, inmersos como andamos en un pantano de mentiras, en el mejor de los casos piadosas y, siempre interesadas, a modo de suculentas inversiones económicas. Una de esas mentiras consiste en hacernos creer que la economía llamada digital es limpia, tan limpia e inmaterial como una nube en internet.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. El mundo digital consume ya cerca del 10% de la energía que se produce en el planeta. El que la mitad de la humanidad navegue por internet tiene un coste real. Podemos pensar que fabricar un teléfono móvil, un celular, un smartphone, no puede ser lo mismo que fabricar un coche, o un electrodoméstico. Pero, a su manera, lo es.
Los productos que utilizamos en este mundo digital no consumen tanto durante su vida útil, por cierto bastante corta. El mayor consumo se produce durante su fabricación, durante la extracción de los extraños y escasos materiales con los que se fabrican y, cómo no, en el momento de su destrucción, su conversión en basura, desecho, residuo inútil.
Si monto en un avión, o me traslado en coche, mi huella de carbono aumenta en función de los más largos, o más cortos recorridos que realice. Sin embargo, la mayor huella de nuestro móvil no se produce mientras lo uso, sino cuando lo fabrican, cuando extraen sus materiales y cuando nos deshacemos de él. Es decir, cada dos o tres años. Para eso son productos obsolescentes, con fecha de caducidad, pronto descatalogados.
En lugares como los salares bolivianos, argentinos y peruanos, con nombres tan sugerentes como Atacama, Pedernales, Aguilar, o Maricunga, saben bien el coste en agua, explotación y destrucción, que acarrea la extracción de litio. En otros lugares como El Congo y Ruanda existen guerras sucias, cruentas y desconocidas en las que se ventila la extracción y comercialización de coltán, estaño, o tungsteno.
Cada click, cada uso de una aplicación, cada red social que utilizamos, cada dato que manejamos, cada mail que enviamos, supone un trasiego de energía, un tráfico a través de cables, routers, antenas y un número ingente de servidores, que consumen energía y necesitan ser refrigerados.
Y, al final, todo lo que salió de los desiertos, de los miserables países condenados a la guerra y la destrucción de sus recursos, termina convertido en desecho electrónico vuelven a esos mismos países para ser destrozados, quemados, reutilizados, o para contaminar los campos y envenenar las aguas.
Supongamos que fabricamos contaminando menos. Supongamos que reciclamos más. Pese a ello, no podemos negar que consumimos infinitamente más y que, por lo tanto, seguimos dejando una importante huella de carbono. Nos engañamos a nosotros mismos. Eso de la sostenibilidad tiene que ver con los países ricos, no con los pobres.
Los costes sociales, en desigualdades y extensión de los conflictos bélicos, crecen. La competencia, el lucro, el enriquecimiento, convierten las buenas intenciones en realidades manchadas de sangre. Los costes en términos de destrucción de la Naturaleza y amenazas sobre la supervivencia de la especie humana, son ya muy difíciles de enmascarar.
Hay quien dice que hay que cambiar las leyes y puede ser verdad. Hay quien dice que hay que modificar los tiempos de uso de los productos electrónicos. O que hay que evitar que cualquier avería se salde con un cambio del producto.
Un informático lo explicaba muy claramente, en su pequeña tienda de componentes, enseñando una placa base y señalando un minúsculo punto en la misma. Si un chip, conector, circuito, no funciona, lo más frecuente es tirar toda la placa y comprar una nueva, aunque cambiar el pequeño componente cueste apenas unos céntimos.
Por eso, mientras no seamos capaces de cambiar el mundo de consumo desaforado, de derroche extenuante, de producción incansable de bienes inútiles y prescindibles, a golpe de marketing y publicidad engañosa. Mientras las grandes corporaciones campen a sus anchas, e impongan sus leyes, no seremos capaces de afrontar los retos de un planeta que se agota y de una humanidad que se acerca al precipicio.
Necesitamos personas capaces de construir espacios de convivencia, que se sientan responsables y que defiendan la vida en el planeta. Personas comprometidas con cuanto afecta a nuestra supervivencia en el mismo.