Desde que nacemos vivimos embarcados en la obsesión de mejorar. Mejorar en la infancia, en los estudios. Mejorar en el trabajo, mejorar nuestros ingresos, mejorar en la vida cotidiana, en nuestras relaciones personales y de pareja. Mejorar también a nuestros hijos, a nuestros padres y a nuestros animales de compañía. Y nuestros cuerpos, queremos mejorar nuestros cuerpos.
Pero no nos quedamos en lo personal y familiar. Queremos mejorar nuestros entornos inmediatos. Nuestras familias, nuestros barrios, nuestras ciudades y hasta los campos que las rodean. Nuestras viviendas y los parques por los que paseamos. Hasta los lugares de ocio, queremos mejorarlos.
No sabemos muy bien qué mejoras, ni hasta qué punto será bueno que lleguen, pero las queremos, a nuestro libre albedrío, en todos los órdenes de nuestra vida. Lo hacemos con escaso éxito, a tenor de la cantidad de horas de psiquiatra, psicólogo, entrenador y fisio que consumimos. Pero las queremos.
Podríamos creer que estamos en el buen camino, en la buena dirección. De hecho es inmenso el esfuerzo que realizamos y son interminables los cambios que producimos, utilizando la explosión de las nuevas tecnologías, las TICs, las biotecnologías, las nanotecnologías. Todo tan deprisa, tan aceleradamente.
No podemos negarnos, no podemos objetar nada. El mundo es así, no puede ser de otra manera y quien no lo acepte es un trasnochado, un primitivo, un atrasado que ha perdido el tren de la vida y de la Historia. El mundo camina hacia el mejoramiento humano, sin vuelta atrás, sin retorno, sin objeción alguna.
Vamos de cabeza, directos, hacia unas mayores capacidades físicas y mentales. Seremos mejores, produciremos más y mejor. Seremos híbridos de la carne y los huesos que hoy somos y de las máquinas que compartirán nuestros cuerpos, nuestra especie, la humanidad.
No sé si seremos mejores personas. El movimiento transhumanista no define claramente si se trata de ser mejores personas, o tan sólo de hacer crecer hasta límites insospechados la ideología de la mejora humana, utilizando en esta batalla y hasta sus límites los metaversos, las redes, los juegos y los universos virtuales que incluyen series, músicas, cine, o literatura.
Unas gafas nos permitirán entrar en otros mundos, vivir en ellos, atrincherarnos en sus rincones, vivir otros valores, otra ética, otras maneras de entender la convivencia. Películas como Mátrix, o Blade Runner, han actuado como profecías hacia las que caminamos decididamente.
Han decidido contarnos que estamos ante un momento único e irrepetible para el ser humano. Seremos capaces de conquistar las profundidades, los aires y el espacio exterior, el cosmos, los seres vivos, los seres inteligentes. Seremos como dioses.
Pero todo tiene un precio. Para ser como dioses nuestros cuerpos y nuestras mentes tienen que fusionarse con la máquina, convertirnos en parte de la máquina. Transformar nuestra inteligencia en artificial.
Nos cuentan el cuento de la gran oportunidad, pero puede convertirse en la crónica del gran fracaso, en el nacimiento de la gran distopía. De hecho los personajes a los mandos tienen toda la pinta de adentrarnos por los derroteros más tortuosos y turbios.
Lo que nadie en su sano juicio se atreverá a negar es que nos encontramos en un momento crucial, en un punto de inflexión, en una encrucijada en la que lo que tenemos que decidir no es cómo va a ser el mundo, sino cómo queremos ser nosotros. Qué seremos tras la inteligencia artificial, tras las nuevas tecnologías, tras la computación cuántica, la robótica, la mecatrónica, la domótica.
Hay quienes se enfrentan a las decisiones que debemos tomar confiando en que la antropotécnica puede moldear seres humanos, primero transhumanos, luego posthumanos, capaces de controlar los más bajos instintos utilizando la ingeniería genética.
Hay quien cree que debemos combatir las insuficiencias, las limitaciones, las carencias del ser humano, ya sean biológicas o psíquicas, para expandir nuestras capacidades, mejorar nuestro grado de felicidad, ampliar indefinidamente los años de nuestra vida, alcanzar una inteligencia cercana a la de los dioses. Para ello nuestra inteligencia y la artificial deberán ser una misma cosa.
Llevan tiempo diseñando el futuro de la humanidad y el de cada uno de nosotros. Para ellos somos poco más que ratones de laboratorio. Nos encontramos en los inicios de un largo camino que, según ellos, nos mejorará físicamente y proyectará nuestro pensamiento.
La zanahoria, el caramelo, consiste en hacernos creer que ya no sufriremos, no nos haremos viejos, no enfermaremos y no moriremos. Es mentira, pero suena bien. Los transhumanistas serían tan sólo una evolución modernizadora del humanismo, o eso quieren que creamos.
Ese es el gran debate que tenemos por delante. O aceptamos la lógica de aquella película No mires arriba. O luchamos por seguir siendo humanos, con tecnologías de dimensiones humanas, en un mundo del que formamos parte y con el que debemos entendernos, si queremos sobrevivir.
Esa es la revolución que en nuestros días merece la pena afrontar con orgullo.