España contabiliza más 825.000 casos de coronavirus y cerca de 32.500 personas fallecidas en lo que llevamos de pandemia. De estos datos Madrid acumula 256.000 casos y más de 9.600 personas muertas. Casi el 95% de las personas fallecidas son mayores de 60 años y más del 86% son mayores de 70.
Hemos asistido al caso dramático de las residencias de personas mayores. Unas 20.650 personas han fallecido en residencias de toda España, de las cuales más de 6.000 corresponden a residencias de Madrid. Nadie podía haber esperado un golpe tan duro.
Había quienes anunciaban que el encadenamiento de pandemias en los últimos tiempos presagiaba el desencadenamiento de un golpe sanitario de consecuencias muy duras, pero en estas cosas los seres humanos tendemos a comportarnos como quien vive junto a un volcán pensando que nunca entrará en erupción, o como quien vive junto al mar pensando que un terremoto nunca provocará un tsunami. Ocurre cada mucho tiempo, pero termina ocurriendo.
Lo dramático de la situación nos condujo a un primer momento de unanimidades en el estado de sitio, en el confinamiento, en los aplausos, en las distancias. Hubo multas, muchas, tal vez demasiadas, pero nada que ver con procesos generalizados de desacato, pese a la confusión que ha caracterizado la acción del COVID-19 que no paró con los calores, ni se comportaba como otros virus, ni otros coronavirus anteriores.
Sin embargo este autocontrol consensuado, que permitió aplanar primero y doblegar después, la curva de contagios, hospitalizaciones, UCIs y muertes, se vio pronto sustituido por el juego político infame de conseguir votos a base de decir lo contrario que el adversario, subir el tono, discrepar de todo, pedir la dimisión de los responsables, darle a la cacerola, al tejemaneje de las instituciones, al zasca que va y viene.
No sé cómo hemos llegado a este Madrid capital europea del coronavirus. Tal vez como llegamos a ser capital de España, o Comunidad Autónoma, sin comerlo ni beberlo, o tal vez por no comerlo ni beberlo. Cómo hemos llegado a este punto en el que toda España mira con enojo hacia Madrid, como si de aquí procedieran todos los males que agitan y amenazan a los reinos de taifas, y dan juego a sus pequeños barones.
Andalucía crisol de España, hermosa tierra tan olvidada, cantaba el Carnaval de Cádiz (hermosas letra de Aurelio del Real y música de Pedro Romero), allá por 1977, sin Constitución aprobada que valga aún. Y, sin embargo, parece que el crisol de España está en Madrid, un Madrid en el que se funde lo mejor y lo peor de toda España para convertirse en capital de la gloria, o capital del desastre, sin término medio, sin solución de continuidad.
Deberíamos poner todo nuestro esfuerzo en sostener el empleo y la actividad económica, reconstruyendo aquellos sectores que puedan ser reconstruidos, desarrollando otros que tienen que ver con el futuro y sustituyendo aquellos otros que deben reajustar su presencia en nuestra realidad económica.
Deberíamos estar pensando en reforzar la asistencia sanitaria primaria y especializada, con medios y suficientes profesionales. Deberíamos pensar en un modelo de residencias que actúe como cortafuegos ante la pandemia y rodee de afecto y calidad los años de vida de nuestros mayores. Deberíamos reforzar el sistema educativo, dotarlo de seguridad frente a la pandemia y aprovechar para introducir nuevas tecnologías y modernidad invirtiendo en profesorado y recursos.
Deberíamos reforzar los servicios sociales, la atención a la dependencia, las rentas mínimas, las pensiones y ayudas para atender a las personas que han perdido todos, o casi todos, sus ingresos, el puesto de trabajo, su actividad económica y echar una mano a los creadores, los artistas, los únicos que pueden inventar las canciones, rodar las historia, escribir los relatos, pintar los colores del mundo, componer nuestras danzas, nuestros himnos de la vida que somos, que fuimos, que seremos.
Pero no, lejos de ello, Madrid se ha convertido en un exceso dentro de España, banderas, fanfarrias y prepotencia. La capital disimula sus carencias, sus errores del pasado, su desnudez frente al desastre nacional de la pandemia, jugando al gato y al ratón con el gobierno nacional, a trasmano y contrapelo de cuanto piensan los barones territoriales del propio Partido Popular, ya sea en Galicia, en Castilla León, en Andalucía y hasta en Murcia.
Nadie entiende el juego de Madrid, estas ansias de confinar los barrios y pueblos obreros, de no pedir rastreadores militares y reclamar policías y hasta ejército para controlar los perímetros recluidos, de recurrir ante los tribunales el confinamiento más extenso ordenado por el gobierno de España, para una vez ganado pedir a los madrileños que no salgan en pleno puente del Pilar.
De camino el descrédito de la política se acompaña ahora del descrédito de la justicia, porque no se entiende por qué se podía confinar Vallecas, Villaverde, o Usera y no todo Madrid. Lo que era una decisión idónea de la Comunidad es ahora un ataque a libertades fundamentales. No se entiende.
No es mucho pedir que la capital de España haga todos los esfuerzos para dejar de aparecer en escena como fuente de todos los males de las Españas para convertirse en la primera entre iguales, ejemplo de voluntad, esfuerzo, capaz de caer y levantarse, de admitir y corregir errores, humilde, orgullosa, comprometida con la libertad, la solidaridad, la igualdad, los únicos valores capaces de tejer patrias. Algo que fuimos, perdimos y debemos volver a recuperar.