Mensaje en Navidad

Queridos ciudadanos y ciudadanas,

No soy muy partidario de esa costumbre política de empañar la Navidad con mensajes políticos partidistas e interesados. La Navidad es una fiesta religiosa y el monopolio de ese tipo de mensajes debería corresponder al Papa de Roma. Bueno, tal vez y como mucho, otros concesionarios y franquicias del cristianismo, desde anglicanos a evangelistas, ortodoxos, pentecostales, luteranos, mormones y demás creencias cristianas, también tienen cierto derecho a dirigir mensajes navideños a sus seguidores.

En cuanto a los políticos en funciones de gobierno deberían abstenerse de dirigir proclamas navideñas, aunque cualquier partido político mantiene cierto carácter milenarista de transformación, alguna patente de cambio (a veces para mal), bien común, Reino de Dios en la Tierra, que puede hacerle creer que la Navidad merece un mensaje a la ciudadanía.

En un Estado laico estas sobreactuaciones impostadas están claramente de más. En todo caso, del Rey abajo ninguno y hasta me camelo que este año el propio Rey preferiría quedarse sin mensaje, por cuestiones familiares y para no tener que aguantar críticas sobre lo dicho, lamentos sobre lo que debió decir y hasta tortuosas explicaciones de los gestos y los silencios.

Sin embargo, cuando se trata de grandes empresas y corporaciones, no deberían nunca intentar confundir al personal con publicidad que identifique el nacimiento de Dios con su negocio, el consumo descontrolado y el dinero a manos llenas, cuando es bien sabido que es imposible servir a Dios y al dinero al mismo tiempo (ya lo dijo Mateo, capítulo 6, versículo 24).

Por eso mi mensaje no es “de” Navidad, sino “en” Navidad, algo así como un ya que pasaba por aquí, al final de un año tan extraño, “igual que en televisión interrumpen la emisión para anunciar un brebaje, o un masaje, interrumpo mi canción y coloco aquí un mensaje”,  no comercial, por supuesto.

Echo la vista atrás y los últimos diez meses me parecen un despropósito general y generalizado. Y no tiene que ver con la súbita e imprevista pandemia, ni con quién gobierna en cada país, porque lo que al principio iba no tan mal para unos se ha convertido en desastre y quienes vivimos las primeras y agresivas oleadas comprobamos luego que las cosas mejoraban de repente para desquiciarse de nuevo en vísperas de Navidad.

El despropósito ha sido no reconocer que estábamos ante un virus, uno entre millones, del cual sabíamos muy poco, para el cual no teníamos vacunas, ni tratamientos, ni tan siquiera suficientes mascarillas y equipos de protección individual (EPIs). El disparate ha sido permitir el desmantelamiento del sector público, impidiendo contar con los recursos suficientes para hacer frente a la pandemia sin colapsos.

Hemos ido aprendiendo sobre la marcha y, muchas veces, dando palos de ciego. No es malo. No es malo reconocerlo, no es malo que todos lo sepamos. Ir adquiriendo certezas y aprobando medidas en función de la práctica adquirida en la lucha contra la pandemia, los tratamientos más eficaces, las vacunas en marcha.

Puede que nos hubiéramos evitado instrucciones confusas, contradictorias, claramente desproporcionadas, o radicalmente insuficientes, adoptadas tomando en cuenta, en muchos casos, tan sólo criterios económicos. Podríamos habernos evitado esa sensación generalizada de desconcierto y desconfianza creada en una parte de la población, que termina alimentando el negacionismo, el sálvese quien pueda, o la visión egoísta de las cosas, en lugar de la responsabilidad y el autocontrol personal y colectivo.

Acostumbrados como estamos a dejarnos alabar el ego y poner en práctica aquello de que el que más chifle capador, tal vez deberíamos reparar en que no hay suficientes gobiernos, ni policías, guardias civiles, policías forales o autonómicos, municipales, ejércitos desplegados por las calles, ni multas, ni sanciones, que puedan contener la irresponsabilidad personal.

Deberíamos echar un ojo al planeta para comprobar que son los pueblos acostumbrados a afrontar solidaria y responsablemente los desastres (ya sean terremotos, tsunamis, dictaduras, o anteriores pandemias)  los que mejor están resistiendo la COVID19, hasta el punto de poder quitarse con frecuencia las mascarillas, todo un logro. En algunos de ellos no hay decretos de estados de alarma, ni confinamientos forzosos, ni policías en las calles, ni sanciones, ni multas.

Países acostumbrados a convivir con el dolor y los desastres, donde sólo hay consejos y recomendaciones, donde los toques de queda son autoimpuestos por un espíritu de cooperación y un sentimiento de unidad, de sentirse parte del mismo problema y responsables de las mismas soluciones. El autocontrol de los pueblos, siempre por encima de la capacidad coercitiva del Estado y de los gobiernos más democráticos o dictatoriales, hace que el virus sea contenido y casi eliminado.

Aún así, en esos países, se les puede escapar algo y, por eso, refuerzan los servicios públicos sanitarios, los rastreadores, las UCIs, los EPIs, o la atención primaria y más cercana. Mientras que aquí cualquier inversión sanitaria nace bajo la sospecha de saber qué empresa es beneficiada por las mamandurrias de políticos a los que luego veremos en los consejos de administración de esas mismas empresas.

Mi mensaje en Navidad no necesita más, llega a su fin, con el deseo de que este desastroso año se vea sucedido por otro en el que, aprendidas las duras lecciones, el buen gobierno, que tanto deseaba Gil de Biedma (de cuya muerte se han cumplido 30 años), se convierta en realidad para acabar con tanta miseria política que ha terminado secuestrando la salud de España y con tanta pobreza material y moral elevada a categoría de terrible maldición inmemorial.

Merecemos cambiar tanta falsa historia desencadenada, antes de que nos lleven los demonios.

Por lo demás y dentro de lo posible, Felices Fiestas.

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