Morir en agosto

El verano produce sequía de noticias. Alguna cadena televisiva nacional ha retransmitido en directo el debate de investidura en la Comunidad de Madrid, que en cualquier otra circunstancia no habría dado para tanto. Los noticiarios se llenan de olas de calor, asesinatos machistas, maltrato animal, rescates de inmigrantes y refugiados en el Mediterráneo, fuegos intencionados, o accidentales y alertas sanitarias por intoxicaciones veraniegas.

Los tertulianos de guardia parecen saber de todo esto y vierten osadas opiniones sobre una audiencia disminuida y más difícil de distraer. Los políticos de turno aprovechan para cameos sobre cualquier asunto. También las personas mayores se convierten en ocasional y desgraciada noticia por fallecimientos a causa de golpes de calor, o del abandono en la soledad de sus domicilios.

Hoy en día, en verano, se muere de otra manera que cuando hace años escribí aquel cuento al que titulé Morir en agosto. En nuestro país, casi 9 millones de personas superan la edad de 65 años. De estas personas 4´7 millones viven solas y más de 850.000 tienen más de 80 años. Siete de cada diez son mujeres. Una situación que requeriría mucha más atención en los discursos de investidura, en los debates sociales y en las tertulias.

Un perro abandonado en una gasolinera puede convertirse en viral y ciertamente es indignante, pero una persona que muere sola, merece mucho menos interés y preocupación, tal vez porque el hecho se produce en la intimidad del hogar y no hay ningún youtuber, móvil en mano para subirlo a las redes. Una viejecita sola, en su sillón, frente a un televisor, durante horas y horas, mientras el agobiante calor y la muerte la acorralan, tiene pocas posibilidades de convertirse en noticia.

Acaban de constituirse los gobiernos municipales y autonómicos que regirán los destinos de la ciudanía española a lo largo de los próximos cuatro años. Pronto sabremos si la política nacional es capaz de conformar un gobierno que acometa los retos urgentes que tenemos por delante. Entre esos retos de nuestros gobiernos a todos los niveles, me parece uno de los fundamentales el escuchar las necesidades de nuestros mayores.

El futuro de las pensiones que garanticen unos ingresos capaces de asegurar su suficiencia económica y la atención a los problemas de dependencia, soledad, o imposibilidad de cubrir sus necesidades básicas esenciales, me parecen obligaciones políticas inaplazables.

El color de las banderas y su tamaño deberían de pasar a un segundo plano, cuando de lo que se trata es de la dignidad de la vida de millones de personas y la decencia de su atención social y sanitaria.  El enfrentamiento político al ultranza debería detenerse ante los problemas cotidianos de las personas.

Que no sean noticia, no se conviertan en virales, no produzcan lucidos debates televisivos, o sólo aparezcan en las secciones de sucesos, no debería suponer que dejemos pasar el tiempo sin invertir los recursos necesarios para que nuestras personas mayores no vivan en soledad, ni mueran abandonadas.

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