No es la primera vez que me meto en harina y hablo de la desidia de nuestros políticos electos, de nuestros responsables administrativos, de los empresarios que nos prestan servicios a buen precio. No es la primera vez que denuncio la tortura de ruido que sufren quienes viven junto a las vías de trenes de corto, medio y largo recorrido.
Y no me refiero a las horas en las que el tráfico ferroviario arrecia. Desde antes de que salga el sol y hasta casi media noche los oídos del vecindario se han acostumbrado al paso de los trenes. También hay quienes se han acostumbrado al ruido de los coches y la contaminación de las avenidas muy concurridas.
Los trenes estaban allí antes que las viviendas. Nadie debería haber autorizado construir tan cerca de las vías, pero lo hicieron, el negocio es el negocio. Igual que construyeron viviendas junto a un mar cada vez más predispuesto a inundar las costas.
Pero una vez que las vías estaban y las viviendas están, habrá que convivir, parece pensar el vecindario. El problema es que hay momentos en los que a los responsables de obras y mantenimiento ferroviario se les ocurre programar trabajos nocturnos que hacen que al ruido casi amable de los trenes, vengan a sumarse los chirridos estridentes, el fragor belicoso, de las máquinas que reparan las vías hasta altas horas de la madrugada.
Llevan años los habitantes de las inmediaciones manifestando sus quejas por esos ruidos nocturnos, especialmente cuando es verano y las ventanas permanecen abiertas toda la noche. Protestan de forma individual, a través de sus asociaciones vecinales y de sus comunidades de vecinos, sin que autoridad alguna, ni municipal, ni autonómica, ni ministerial, sin que los responsables de los trenes y los contratistas de las obras, hagan nada de nada al respecto.
Al final, cambios de gobierno de por medio, alguien decide hacer algo para acallar las voces pertinaces que, como gota china, o bota malaya, van sembrando mala imagen de quienes nos gobiernan, nos gestionan, o nos hacen las obras, así como de cualquier manera, sin planificar, ni tomar en cuenta las molestias al vecindario.
Entonces entran en acción los ocurrentes y deciden levantar una pantalla acústica, una barrera antirruido, de cinco metros de altura, en lugar de adoptar soluciones modernas, estéticas, lo más naturales posible y yendo a la raiz del problema de los ruidos nocturnos por obras.
Con esta solución ocurrente sólo se satisface a los contratistas habituales de obras. En cuanto a los vecinos de los pisos bajos tendrán algo menos de ruido pero cada vez que salgan a la calle, o miren por las ventanas, sufrirán el síndrome del preso en el patio de la cárcel. Mientras tanto los de los pisos altos sufrirán el mismo síndrome al pisar la calle y además seguirán padeciendo los mismos ruidos.
Es de agradecer que alguien haga algo, pero se nota cuándo ese alguien intenta quitarse un muerto de encima hasta que otro se lo encuentre, más pronto que tarde, dentro de un armario, o detrás de una puerta, pero para entonces el responsable será otro. Así son nuestros gobernantes, así son nuestros administradores, así son los que acometen las obras.
No todos, es cierto, las generalizaciones son siempre injustas con alguien, pero esto es España y esto es Madrid y ya se sabe que Madrid es España dentro de España, el espejo donde se miran de reojo los mangantes de toda la península, lo mejor de cada casa, el lugar dónde se inventa un negocio allí donde hay cualquier necesidad.
No hablo de política tan sólo, hablo de nuestro Madrid, hablo de nuestra España esa que hizo exclamar a Unamuno:
-Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal y me duele España en el cogollo del corazón.
Duele. Esta España duele.