Es una pareja moderna, de esas que viven en localidades modernas, de casas adosadas y cómodos jardines traseros. Se nota que tienen trabajos fijos en los que se gana un salario decente, que tienen gustos finos sin ser ostentosos, que se relacionan con vecinos de su mismo nivel y que acuden a actos, conciertos como éste en el que nos encontramos, en los que se sienten parte de un universo de personas de muchas edades, pero de iguales principios liberales, en el mejor sentido de la palabra y moderadamente igualitarios y hasta solidarios.
De pronto ella, eufórica por encontrase entre miles de personas, esperando la actuación del sexagenario ídolo de mayores y jóvenes, abuelos y nietos, mitad trovador, cantautor y poeta, ella, decía, se dirige a la pareja conocida que les acompaña y enarbolando el teléfono, en actitud selfie, solicita,
-¡Que se vea que hemos estado!
Miles de personas repiten el mismo gesto ese mismo día, en ese mismo lugar, a lo largo de las casi tres horas que termina durando el concierto. Miles de personas, ese día, durante esas horas, envían esas fotos de forma pública, o privada, a través de las muchas redes que transitan internet.
Nadie piensa estar haciendo algo malo. Nadie piensa estar haciendo otra cosa que utilizar tecnologías limpias para comunicarse, sin necesidad de usar papel, o quemar combustibles. Sin efectos contaminantes sobre el planeta. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Los teléfonos móviles que utilizamos constantemente, los ordenadores, los servidores, los videojuegos y las videoconsolas, funcionan con una energía eléctrica que muchos consideran que ya supone algo así como la décima parte de todo el consumo eléctrico del planeta. Estaríamos hablando de una cuota cada vez mayor en las emisiones de CO2 en el mundo.
Cuando publicamos algo en Facebook, o en X, cuando subimos fotos a Instagram, o vídeos a TikTok, cuando enviamos mensajes por Whatsapp, o mediante un correo electrónico, estamos consumiendo energía. Desde principios de siglo, los usuarios de internet se han multiplicado por 7 y alcanzan ya a la mitad de la humanidad, mientras que el tráfico en la red se ha triplicado en los cinco últimos años.
No se trata tan sólo de la energía que gastamos utilizando nuestros dispositivos, que ya tiene un efecto importante sobre el consumo eléctrico y sobre el medio ambiente. Producir esos dispositivos requiere un alto uso de energía, agua y la extracción de grandes cantidades de minerales y tierras raras a lo largo de todo el planeta.
Minerales difíciles de encontrar, cada vez más escasos, más caros. Minerales como el coltán, pagados con sangre, guerras y muerte en África. Sabemos mucho de la guerra de Ucrania, seguimos indignados el genocidio perpetrado por el ejército israelí en Palestina, pero no llega a nosotros ni una sola noticia sobre la guerra entre el Congo y Ruanda, que pone en peligro la estabilidad de toda la región, que ha producido decenas de miles de muertes y 2 millones de desplazados.
Eso sin hablar de los conflictos con los pueblos indígenas que producen los procesos de extracción de litio en América Latina. Procesos que requieren un brutal consumo de agua, un bien cada vez más escaso. Esas comunidades indígenas se ven privadas de la misma para sus cultivos y para su subsistencia y se ven condenadas al abandono de la tierra y a la lenta muerte en las villas miseria de las ciudades.
Minerales, tierras raras, que hay que desplazar por todo el planeta para asegurar la fabricación y distribución de incontables dispositivos en América del Norte, en Europa, en China y en los países “desarrollados”. Minerales y tierras raras, dispositivos y baterías, de los que luego hay que deshacerse, para devolverlos a cementerios tecnológicos contaminantes situados en los mismos miserables países de los que salieron.
El tráfico de datos de las grandes corporaciones, los correos electrónicos, los servidores, las redes sociales, el streaming, internet en su conjunto, son agentes contaminantes al nivel de cualquiera los mayores países del planeta. Esas grandes corporaciones reclaman nuestra atención permanente, porque somos una fuente inagotable de datos, cuya comercialización supone un negocio ingente que retroalimenta nuestro insaciable consumo.
Alguien debería decirnos la verdad, aunque no queramos oírla. Enfrentarnos ante la realidad de un colonialismo de la modernidad del que poco queremos saber. No interesa hablar de todo ello porque nuestro móviles pueden dejar de funcionar, porque no podremos cambiarlos cada dos o tres años, o porque no tendremos en la nube tantas fotos y tantos vídeos para que se vea que hemos estado.