Nadie niega que vivimos en un mundo globalizado. Hemos aceptado que vivimos en un mundo en el que la economía global se sustenta en aceleradas transformaciones que incorporan poderosos componentes tecnológicos a los que llamamos digitalización, inteligencia artificial, nuevas tecnologías, o la enésima revolución tecnológica.
Se producen situaciones complicadas de todo tipo en la política, en la sociedad, en la cultura, porque nuestras sociedades se han interconectado y en todo el planeta aspiramos a tener las mismas cosas, el mismo poder de consumo y los mismos niveles de calidad de vida.
Estamos en la última fase del mundo capitalista tal como lo hemos conocido. La expansión no puede ser infinita. El proceso de extracción acelerada, producción intensiva, distribución masiva y consumo interminable y creciente, pueden estar llegando a su fin.
La globalización se justifica en el libre comercio de bienes y servicios, a lo largo de todo el planeta. Miles de tratados comerciales aseguran ese intercambio. Pero nada es perfecto en este mundo. En realidad las limitaciones son muchas, Las guerras, las sanciones derivadas de la competencia imperial, la protección de los productos y servicios propios, suponen la suspensión, la supresión, o la prohibición real del libre comercio.
El impulso industrial a la producción de bienes y servicios, en aquellos lugares del planeta donde le resulta más barato a las grandes corporaciones, ha sido determinante para la expansión de la ideología de la globalización. Una ideología que, en apariencia, tan sólo en apariencia, integra economías y va creando empleos a lo largo de todo el planeta.
El problema se pone de relieve cuando necesitamos mascarillas y no las tenemos, ni somos capaces de producirlas, porque hemos delegado en países como china para que las fabriquen más baratas. Nos damos cuenta de ello cuando llamamos a un servicio de atención al cliente y nos atiende un telefonista en Latinoamérica, mientras nadie nos recibe sin cita previa en la sucursal de la esquina.
Lo que libremente circula, en realidad, por todo el planeta, es la inversión y el dinero. Podemos meter dinero en acciones de cualquier bolsa del mundo, o en Fondos de Inversión, en criptomonedas, en sellos, en arte, o en otras inversiones como los Non-Fungible-Tokens (NFTs). Libre circulación de los dineros, pero sólo de los dineros.
Sin embargo, son estos mecanismos financieros internacionalizados, los que dieron lugar a desastres como la crisis financiera de 2008, en la que se hundieron los paquetes inversores de las hipotecas basura, golpeando a todo el sistema financiero mundial.
Nuestros empleos precarios, nuestras vidas inciertas, inseguras, en el alero, desde aquellos días, tienen mucho que ver con la crisis económica, pero también financiera, cultural, social y política que se desencadenó con el hundimiento de Lehman Brothers.
Lo que se hundió era uno de esos buques insignia de la globalización. Una compañía especializada en banca de inversión, activos financieros, renta fija, banca comercial, así como la gestión de inversiones y todo tipo de servicios financieros.
Sus inversiones, circulando por todo el planeta, estaban cargadas de hipotecas basura, impagables, mientras los supuestos reguladores del sistema financiero las instituciones que actúan sobre los sistemas financieros, los famosos reguladores del sistema financiero, ya sean nacionales, o internacionales, como el Banco Mundial, o el Fondo Monetario Internacional, no vieron venir, no tomaron las decisiones, ni adoptaron las precauciones necesarias, para parar el desastre que se avecinaba.
Por eso, cuantos siguen insistiendo en vendernos la idea de una globalización beneficiosa y liberadora, nos ocultan, nos mienten, sobre la realidad de una globalización precaria, limitada, generadora de desigualdad y de injusticia, incapaz de regular los efectos desastrosos que produce en muchos lugares y en las vidas de miles de millones de personas.