El Coronavirus ha puesto a prueba la resistencia, la calidad y la fortaleza de la protección social en nuestro país. La atención a las situaciones de dependencia, sin ir más lejos, ha demostrado sus carencias, insuficiencias, debilidades y escasas fortalezas. Estamos ante una red de protección condenada a la precariedad, sin procesos de cualificación permanente, infradotada económicamente y entregada a los intereses del negocio privado.
El valor de la atención a la dependencia depende de la importancia que concedamos al trabajo de quienes realizan esas tareas y desde los primeros momentos de la pandemia hemos comprobado cómo se prestaba atención mediática a los hospitales, a los centros de salud, a sus profesionales, a los cuales aplaudíamos desde las ventanas cada tarde.
Los héroes sanitarios eran la punta del iceberg de otras muchas personas heroicas que asumieron sus responsabilidades laborales en las peores condiciones posibles y, entre ellas, todas esas mujeres que trabajan en la ayuda a domicilio para las personas dependientes, o las que trabajan en residencias con personas mayores. Desde el primer día acudieron a su puesto de trabajo sin eso que llaman EPIs, que no son otra cosa que guantes, mascarillas, trajes, pantallas protectoras, gel.
Parece increíble que una ley como la de dependencia, aprobada hace casi 15 años, que contaba con el acuerdo de los agentes sociales (sindicatos y empresarios), con la práctica unanimidad de los diputados en el Congreso (salvo 16 abstenciones) y con la participación de todas las Administraciones en su puesta en marcha y en su desarrollo, haya puesto en evidencia las insuficiencias que la caracterizaban desde sus inicios.
Insuficiencias, desbarajustes, simplemente porque, como en tantas otras ocasiones en la política española, se puso la carreta delante de los bueyes y nadie se ocupó de que los recursos estuviesen asegurados. Muy al contrario, la ley de dependencia fue la primera víctima de los recortes presupuestarios tras la crisis económica iniciada en 2008.
Eso, unido a que los servicios sociales tuvieron siempre un alto componente de beneficencia religiosa que ha evolucionado hacia el negocio privado. El capitalismo moderno ha ido transformando a Dios en becerro de oro, ha hecho que las empresas de servicios y los fondos de inversión que se hayan ido apoderando de las redes residenciales para personas mayores y hayan demostrado la imposibilidad de contener la entrada de la pandemia en los domicilios y en las instalaciones residenciales.
Escasas plantillas, ratios claramente insuficientes para atender a las personas ingresadas en centros residenciales, recortes en la intensidad de la ayuda a domicilio, con aparatosas reducciones de horas de atención, una realidad que se ha desbocado con la llegada del Covid-19.
El desastre de las residencias debería producir una reflexión sobre el modelo residencial que mantenemos y cómo construimos baluartes más seguros y mejor preparados para defender la vida de sus habitantes, tanto de los residentes como la de quienes trabajan con ellos. La calidad de los servicios, su humanización, debe estar siempre por encima del beneficio empresarial.
Y hay que hacerlo en plena pandemia, no hay que esperar para hacer, en frío, lo que luego siempre quedará por hacer. Los recursos destinados a atención a la dependencia nunca han conseguido despejar las listas de espera, ni han sido capaces de tener al día los procesos de valoración. No pocas veces son los hijos de la persona fallecida los que reciben la notificación de reconocimiento de la dependencia y una prestación anexa.
Cada Comunidad ha hecho de su capa un sayo. En unas se priman las prestaciones económicas para el cuidado familiar, lo cual debería ser absolutamente excepcional, en otras se reduce el número de personas atendidas y la intensidad de la atención, y en no pocas se priorizan las prestaciones vinculadas al servicio, es decir el cheque servicio que tanto gusta a los ultraliberales cuando gobiernan y que conlleva que las familias tengan que asumir cada vez mayores costos.
No podemos renunciar a los objetivos iniciales de que la atención a la dependencia suponga un esfuerzo de coordinación de los servicios sociales y los sanitarios. Tenemos que reorganizar las redes de atención y de centros, restableciendo el equilibrio entre lo público y lo privado y sometiendo a todos los centros a los mismos controles de calidad e inspección.
Un esfuerzo para que esa calidad alcance también a los empleos, a la formación y cualificación de los mismos, a las retribuciones dignas y al estricto respeto a los derechos laborales y la protección de la salud en el trabajo.
Ha bastado la vuelta a un escenario de nuevos brotes de la pandemia para que la situación de los servicios de atención a la dependencia haya vuelto a resentirse. Es cierto que algo hemos prendido en la contención de la expansión brutal de la enfermedad, pero sin tratamientos establecidos y sin vacunas a la vista en lo inmediato, las residencias de personas mayores vuelven estar en el punto de mira y a presentar las situaciones más dramáticas en contagios masivos y muertes.
La política es mucho más que la suma de buenas intenciones, es eficacia, es eficiencia y es satisfacción de los usuarios y sus familias por la calidad de las respuestas a los problemas. La política, a fin de cuentas, requiere tener objetivos, luchar por conseguirlos, asignar los recursos necesarios sin escatimar, sin derrochar tampoco y lograr que las personas se sientan satisfechas de lo alcanzado y partícipes, protagonistas, de lo conseguido.
Cosas que estamos lejos de poder decir con respecto a las políticas de atención a las situaciones de dependencia. Y cuando hablamos de una política que afecta a algunas de las personas que más lo necesitan, el fracaso es el fracaso de toda la sociedad. No hay patria que se sostenga, ni tenga futuro, con fracasos así.