Vuelta al cole

La vuelta al cole se está convirtiendo en el paradigma de nuestra situación como país ante la pandemia que nos ha elegido como una de sus principales víctimas y ha decidido persistir en su asedio y acoso. La vuelta a los centros educativos está siendo uno de los debates recurrentes en todos los medios de comunicación.

El gobierno central se debate entre la necesidad de liderar la elaboración de protocolos compartidos y la resistencia a pagar el coste electoral de un nuevo estado de alarma, en este caso en el ámbito de la educación. Mientras tanto, las Comunidades Autónomas se empeñan en marcar estilo propio dando bandazos y negando hoy lo que dijeron ayer y lo que volverán a decir mañana, saltando de lo presencial a lo semipresencial y de ahí a la enseñanza online.

Tampoco hay unanimidad entre las familias. Hay quienes piden a gritos enseñanza totalmente escolarizada en aulas seguras y quienes no llevarán a sus hijos al colegio mientras no se garanticen las condiciones de seguridad frente a los contagios. El profesorado asiste espantado a un inicio de curso descabalado, preparado a tirones. Temen por el alumnado, temen por ellos mismos.

No se entiende que los centros de salud sigan funcionando en estado de alarma, con una presencialidad muy limitada, mientras que nuestros hijos e hijas van a ir a aulas masificadas, protegidos con un poco de gel hidroalcohólico, mascarillas y unas cuantas flechas pintadas en los pasillos. La falta de distancia de seguridad se pretende suplir con eso que llaman burbujas, que suena a algo mágico, a fórmula hecha para tranquilizar conciencias.

Las universidades impartirán enseñanzas mayoritariamente online. En secundaria, bachillerato y FP se anuncian clases semipresenciales. En infantil, primaria y primer ciclo de secundaria, todo será presencial. El único motivo que se me ocurre es que en estas últimas edades los chavales no pueden quedarse solos en casa sin que los padres trabajadores incurran en delito. Poca justificación pedagógica, ninguna sanitaria.

Vengo de un momento educativo que se fraguó entre los estertores de la dictadura y el nacimiento de la democracia. Esa época de denostada transición en la que cuestionábamos abiertamente la escuela franquista, autoritaria y confesional de religión única.

Años en los que las escuelas ensayaban las prácticas educativas de Piaget, Freinet, Paulo Freire, Ferrer i Guardia, Giner de los Ríos, María Montessori, Steiner y su Waldorf, Neill y su Summerhill, sin despreciar a otros como Ivan Illich, el pensador de la sociedad desescolarizada, o el cura rural de las montañas de Florencia, Lorenzo Milani.

Seguíamos atentamente las experiencias del Movimiento Cooperativo de Escuela Popular (MCEP), Fregenal de la Sierra, las Escuelas Campesinas de El Barco de Ávila, Trabenco en el Pozo del Tío Raimundo y los Pacos (Lara y Bastida) en Palomeras Bajas, la Escuela viva de Orellana, Rosa Sensat en Cataluña.

Horas y horas, noches y noches leyendo, escuelas de verano intercambiando opiniones y escuchando buenas prácticas, debates en los claustros para poner en marcha nuevas experiencias. Eso que llamamos innovación (educativa en este caso) funcionaba bien y daba excelentes frutos. Aún me embeleso leyendo la Guía para una educación no represiva de Bruno Biasutti.

Esta digresión para volver al futuro con bases sólidas, bien asentadas en el pasado, porque quien controla el pasado, aunque sea para someterlo al olvido, controla el futuro. Porque el futuro de la educación será el futuro de nuestra sociedad. A fin de cuentas los niños no son nuestros clones en chiquitito, sino la promesa de cuanto seremos.

Por eso la famosa vuelta al cole no deberíamos centrarla en el debate de la presencialidad, porque hasta ahora los horarios infantiles en la escuela han sido tan sólo los que necesitaban las empresas para asegurar la presencialidad de los padres en el centro de trabajo. Y si con eso no bastaba, incrementábamos la jornada laboral infantil con actividades extraescolares de todo tipo. Son los chavales los que pagan el precio de la conciliación para que mamá y papá vayan a cumplir su jornada de trabajo.

Toda una industria, un artefacto social, montado en torno a las necesidades de los padres y de los empresarios. Las familias hemos asumido que la vida es así, el trabajo, el dinero que produce y el consumo que nos garantiza, nos hacen gritar gozosos, como quien parte a las cruzadas ¡Dios lo quiere! El Dios dinero, claro.

He escuchado a amorosos padres y madres defender la gran capacidad socializadora que produce tanto consumo de actividades infantiles, lo cual no impide que esos mismos chavales terminen socializando cada segundo de su escaso tiempo restante vía pantalla de teléfono móvil.

Nuestros gobernantes deberían utilizar la pandemia para darle una vuelta al sistema educativo y eso significaría repensar el sistema productivo. Deberían, tal vez, comprender que la justificación de la existencia de escuela no es que los adultos puedan ir a trabajar, ni tan siquiera que los profesores enseñemos, sino que los chavales, las chavalas, aprendan, cultiven el gusto por descubrir, por crear, por ser libres, útiles, responsables, equilibrados consigo mismos, con los demás, con el medio ambiente.

No tenemos un problema de enseñanza porque contamos con excelentes profesionales, tenemos un problema de aprendizaje, porque nuestra sociedad, la civilización consumista y competitiva no quiere personas que piensen, critiquen, elaboren propuestas y transformen un sistema que llegamos a considerar perfecto, o cuando menos el menos malo.

Los únicos criterios inflexibles que deben guiar la vuelta al cole son los sanitarios. Más allá de eso, hay que flexibilizar los sistemas productivos, la actividad económica y el empleo, para facilitar la vida de las familias y poder construir un nuevo sistema educativo de horarios flexibles y trabajo de aprendizaje más personal y personalizado.

No será fácil porque durante miles de años hemos entendido el aprendizaje como estar una serie de horas en la escuela, en un aula, con un número de alumnas y alumnos, con un profesor, con una profesora. La escuela como lugar de adiestramiento y selección, a veces como lo que Foucault llamaría Vigilar y Castigar. Un instrumento de domesticación y no de humanización.

No cometeré el disparate de decir que la pandemia es una oportunidad, porque para demasiadas personas ha sido la muerte. La pandemia no es una oportunidad, es un desastre sin precedentes, difícilmente manejable, que nos sitúa ante el reto de mirarnos a nosotros mismos, nuestras obras, nuestros actos, los desastres que causamos por egoísmo, por premeditada inconsciencia.

El reto de pensar de nuevo en nuestra vida, nuestras formas de vida y de convivencia en sociedad y con el resto del planeta, nuestras posibilidades de vivir, trabajar, aprender, de otras maneras. Con un poquito más de libertad, igualdad y solidaridad. Volver al cole para aprender algo nuevo que nunca debimos haber olvidado.

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