La universidad del poder y del dinero

Hubo un tiempo, allá por los 70 y 80 del siglo pasado, en el que los trabajadores gritaban en sus manifestaciones,

-¡El hijo del obrero a la universidad!

Eran aquellos tiempos en los que, al igual que en cualquier revolución, desde la francesa para acá, una clase social reclamaba presencia, protagonismo, es decir participar en el reparto del poder económico y político, conseguir reconocimiento y protagonismo social.

La universidad ha sido siempre, desde sus primeros inicios medievales, un centro de adquisición, e intercambio de saber, de construcción intelectual del conocimiento. La universidad era concebida como el lugar donde se formaban las élites dirigentes de una sociedad.

Los pobres, los condenados de cada tierra, no pensaban en ir a la universidad porque sabían que no podrían jugar en esa división. Como mucho  se formaban  en centros de Formación Profesional, o intentaban evitar los fríos del invierno y los calores del verano trabajando en un banco.

A lo sumo  se convertían en titulados de grado medio, estudiaban magisterio, o enfermería y de ahí a unas oposiciones, al funcionariado y a ganar un sueldo no demasiado elevado, pero fijo y de por vida. Reivindicar el acceso a la universidad se nos antojaba revolucionario, símbolo de la anhelada  democratización y del progresismo que nos imbuía.

Creímos que se estaba abriendo el camino para que no sólo los ricos, sino también los mejores y los poseedores de experiencias e ideas distintas, los venidos de las calles de barriadas periféricas, dispuestos a pedir, o a tomar, su parte de poder en la toma de decisiones, su participación en los recursos disponibles.

Pero eso era cuando en España había menos de 25 universidades públicas y menos de 5 privadas. Desde entonces la democratización de la enseñanza universitaria, la demanda de titulaciones superiores, nos ha conducido a que existan 50 universidades públicas y 41 privadas en nuestro país.

Es cierto que dentro de los niveles educativos postobligatorios el porcentaje de estudiantes de Bachillerato ha ido descendiendo hasta algo más del 22 por ciento, mientras que los que cursan Formación Profesional han ido subiendo hasta algo más del 33 por ciento. Pese a lo cual, quienes cursan Grados Universitarios, aunque han bajado levemente, siguen situados por encima del 43 por ciento y suponen algo más de 1´3 millones de alumnas y alumnos.

Ha calado entre muchos el concepto de que las universidades privadas se han convertido en mercadillos donde comprar títulos superiores, unos lugares valorados no tanto por lo que se aprende, como por la cantidad de contactos que se traban y que serán esenciales en el desarrollo de futuras carreras profesionales. Lugares donde asegurarse la presencia entre las futuras élites del poder.

Conviene, por otro lado, tener en cuenta que las antiguas universidades han ido asumiendo un nuevo papel, han incorporado un nuevo objetivo. La universidad se ha convertido en el lugar donde se deben adquirir habilidades y competencias necesarias en las empresas, sometidas a cambios acelerados.

Las relaciones entre la universidad y las empresas han hecho que se creen programas formativos a la carta, al tiempo que los másteres ofertados por las universidades se realizan en cooperación y cofinanciación con diversas grandes empresas de todo tipo. La universidad se encargaría de producir las herramientas humanas que reclaman los mercados.

Vemos así una universidad cada vez más preocupada por adaptar a su alumnado a la competencia producida por la globalización, la competitividad, la evolución de los mercados. Las universidades compiten entre ellas para ofrecer egresados, titulados, más competitivos, mejor preparados para atender las necesidades de la nueva economía.

Las propias universidades, las comunidades universitarias, sienten que se enfrentan a un reto que compromete su propio futuro como instituciones útiles para la sociedad. El problema es que en este ataque de “realismo”, en esa aceptación acrítica de las leyes del mercado y del funcionamiento de la economía, la universidad puede olvidar que la mejora de la sociedad debería ser su objetivo prioritario.

El riesgo es aceptar que nuestras sociedades vivan en precariedad, pierdan la riqueza de expresiones culturales, acepten un mundo en el que las guerras crecen, la biodiversidad es exterminada, las desigualdades y los desequilibrios aumentan y la violencia se convierta en forma cotidiana de nuestra existencia.

El reto de la universidad en nuestro mundo consiste en afianzar su autonomía frente a los poderes políticos y económicos. De esa autonomía depende que nuestras universidades contribuyan a mejorar nuestras vidas, en un mundo tremendamente complicado, o acaben convertidas en acompañantes y cómplices necesarias de procesos sobre los que no influyen, ni tienen capacidad alguna de decisión y aún menos de gobierno de nuestro propio futuro.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *