Anda el país un poquito raro, bastante raro, hay que reconocerlo. Es como si quienes se han postulado y obtenido el mandato electoral para gobernar, ya sea en el Estado, la Comunidad, o los Ayuntamientos, lo hicieran con porte aguerrido, sacando pecho, pero con mano temblorosa.
El gobierno del Estado acaba de presentar y retirar de inmediato, la idea de designar un Relator que actúe como una especie de mediador entre los partidos catalanes. No se sabe muy bien con qué funciones, ni tan siquiera ha llegado a concretarse el nombre en cuestión, pero ahí queda como resultado inmediato la manifestación, más o menos pinchada, que las derechas unidas han convocado en Colón.
Mi amiga Yolanda Moya, compañera de mi otro amigo, el periodista Alfonso Roldán, me recuerda desde su blog que no hace más que pensar en Julia esa estatua de niña catalana, de doce metros de altura, que sueña Madrid con los ojos cerrados en plena Plaza de Colón. Qué habrá pensado, imbuida como está en su seny, su prudente silencio, su paz interior, al ver ese despliegue de banderas nacionales enarboladas como barrera frente a las otras Españas.
Andan, por otro lado, los vecinos de Malasaña revueltos por la masiva afluencia de gente al barrio. Se convierten los fines de semana en un tiempo sin sueño, ni descanso posibles. Viene de lejos el asunto. De hecho es uno de los efectos del centralismo gentificante y gentrificante. Daños colaterales que acarrea la peatonalización de los centros urbanos, que se ven convertidos en parques temáticos, centros comerciales y de ocio.
Tras reunirse los vecinos con la alcaldesa, el Ayuntamiento ha decidido nombrar un Comisionado para Malasaña, con el cual parece que podrán contactar hasta por whatsapp y al cual podrán contar la evolución de sus masificadas noches, centrándose en resolver los problemas del barrio.
Al hilo de esto, escucho en la radio, que se va a elegir por sorteo a 49 vecinos que van a constituir un Observatorio de la Ciudad de Madrid. Al parecer es un órgano de participación inspirada en las asambleas ciudadanas de otros países y cuya misión es debatir, debatir, debatir y hacer recomendaciones sobre temas que preocupen en la ciudad. Algún concejal espabilado recurre, para justificarlo, al ejemplo de la democracia ateniense.
De otra parte, veo atascarse un tema como el conflicto entre los taxis madrileños y las opacas empresas de VTC, instaladas mayoritariamente en paraísos fiscales, como las Islas Vírgenes. Ni Hacienda, ni Ayuntamiento, ni Ministerio de Fomento, han impedido que la Comunidad de Madrid haya dado el portazo por respuesta.
Ya sé que la política no goza de muy buena reputación y que los políticos, diga lo que diga las justicia, han pasado a ser presuntos culpables. Imagino que eso debe de producir un sentimiento de apocamiento y prevención sobre las consecuencias de cualquier decisión que se tome. Además el mínimo y tradicional entendimiento entre partidos de gobierno y oposición ha volado por los aires y ha sido sustituido por la confrontación, la crispación, la acusación permanente y hasta el insulto desenfrenado. Si hay un relator de por medio, un mediador, un Comisionado, un observador, puede parecer que todo será más sencillo.
El problema es que cada barrio quiera tener un Comisionado, que cada Comunidad reclame un relator, que los observatorios y sus observadores se multipliquen y que haya mucho ruido y pocas nueces. Que si el problema es gordo, como el del taxi, unos se laven las manos y otros impongan sus decisiones inapelables.
Es curioso que cuando se trata de temas polémicos, pero en los que se mueve mucho dinero, muchos intereses bancarios e inmobiliarios, como son los casos del Paseo de la Dirección, o la Operación Chamartín, en el norte de Madrid, ya no hay relatores, mediadores, observadores, o comisionados que valgan. Las administraciones y los grandes poderes económicos no necesitan entonces de esos ingenios.
Me pregunto entonces de qué sirven los responsables políticos que votamos, elegimos y pagamos. Visto lo visto, a lo mejor no es tan mala idea que volvamos al sistema ateniense de sortear públicamente los cargos públicos. Tal como defendía Aristóteles, un ciudadano elegido por sorteo, por incompetente que resulte, mientras esté asesorado por empleados públicos bien preparados y cualificados, puede terminar dando mejor resultado que quienes habitualmente acaban utilizando los cargos para enriquecerse y aumentar su poder.
Total, la suerte, o mala suerte, les habrá elegido, casi seguro que con paridad entre mujeres y hombres, por cierto. Cuando acaben su mandato se someterán a auditoría y si salen con los bolsillos llenos de dinero, o han abusado de su poder, se les juzga y condena. Si lo han hecho lo mejor que han sabido, o podido, se les nombra hijos predilectos y hasta se les da un premio, ya se vería cuál, en agradecimiento.
Lo dicho, aunque no sea una fórmula utilizada en las modernas democracias, a lo mejor no está mal darle una vuelta, pensarlo, poner en marcha un ensayo acotado en el tiempo y el espacio. A lo mejor evitamos corruptores, corrompidos, puertas giratorias, intereses creados, votos comprados, campañas electorales permanentes y de diseño, crispaciones innecesarias, insultos estridentes, ocurrencias variadas y mucho Paquí Pallá Sociedad Limitada.
No sé. Tal vez está todo tan raro que una rareza más, ni se nota. Y, a lo mejor, hasta funciona.