Salarios de pobres, impuestos de ricos

Transitamos por una de esas crisis que se producen cada muchos, muchos años, hasta el punto de que no son reconocidas, ni reconocibles, para las generaciones que poblamos el planeta en estos momentos. Crisis como la desencadenada en 2008 probablemente no tengan precedentes más que en aquella otra de 1929, la que desencadenó el hundimiento de la bolsa de Wall Street, una crisis mundial que acabó en fascismo desatado y guerra mundial.

La tormenta ya era perfecta sin necesidad de que se desplomase sobre nosotros la crisis sanitaria del COVID-19 y sin tener que invocar las desastrosas profecías del cambio climático, evocadas por los jóvenes de todo el mundo, que amenaza nuestro futuro como especie en el planeta. Vivimos un momento de revolución, de transformación radical, no siempre ni necesariamente violenta, de cambio profundo en la humanidad, un momento en el que tenemos que sortear el colapso y, en el peor de los casos, la extinción.

Ya sé que suena dramático y que habrá quien piense que no habrá para tanto, que pronto tendremos una vacuna y volveremos a vivir tal cual éramos, vivir lo mismo que vivíamos. Y, sin embargo, si no nos lo tomamos en serio, podemos no ver venir el final, como no  lo vieron los habitantes de Pompeya antes del estallido del Vesubio, como no vieron los romanos el colapso de su imperio, o como los aztecas terminaron siendo víctimas de las profecías que anunciaban la llegada de las naves de los conquistadores.

La situación que vivimos debería hacernos reflexionar sobre el lugar al que nos ha conducido el modelo de economía y sociedad que hemos construido, un modelo de desigualdades crecientes, en el conjunto del planeta, pero también en la propia Unión Europea.

La organización sindical de  los trabajadores europeos, la Confederación Europea de Sindicatos (CES), nos avisa de que los salarios mínimos establecidos en buen número de países de Europa, se encuentran en los límites del riesgo de pobreza, es decir por debajo del 60 por ciento del salario medio y, en diez de los estados miembro, el mínimo legal se sitúa por debajo del 50 por ciento del salario medio.

Datos de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) concluye que son España, Chequia y Estonia, los países que tienen los niveles más bajos de salarios mínimos legales, en relación con sus ingresos medios. La CES concluye que no debería ser tolerable que quien trabaja a jornada completa no pueda obtener una remuneración suficiente que le permita atender a las necesidades básicas, porque en ello se encuentra la diferencia entre la vida decente y la pobreza.

Esta situación degradada de los salarios mínimos viene acompañada de un control exhaustivo de las prestaciones y ayudas que reciben quienes menos recursos tienen. Un control que a veces da al traste con las buenas intenciones iniciales de algunos proyectos, como ha ocurrido recientemente con el Ingreso Mínimo Vital.

Un comportamiento injustificable en cualquier gobierno, que contrasta, sin embargo, con la condescendencia, cuando no servilismo, con la que se trata a los sectores más adinerados en nuestro país, eso que se llama las grandes fortunas. Casi nadie cree en España que quienes más ganan sean los que más pagan.

Es vox populi que las grandes empresas cuentan con numerosas fórmulas para terminar reduciendo sus pagos de impuestos como el de sociedades en Hacienda. Son conocidos los problemas de los inspectores de Hacienda para perseguir eficazmente la ingeniería fiscal de los ricos.

Esos mismos inspectores afirman que la impunidad fiscal de los grandes defraudadores, entre los que se cuentan ricos y grandes multinacionales, alcanza el 80 por ciento y estiman las cantidades defraudadas que podrían recuperarse en cerca de 35.000 millones de euros.

Venimos de una dura crisis económica, vivimos un calentamiento global imparable y padecemos una pandemia que ha tensionado nuestra economía, el empleo y la capacidad de nuestras sociedades para proteger la vida de su ciudadanía. Va a ser necesario blindar los ingresos de las familias y de las personas con menos recursos, impidiendo el deterioro de los salarios, las pensiones y las redes de protección social y exigir un esfuerzo mayor de las grandes empresas y de las grandes fortunas en la aportación de los recursos necesarios.

El mundo nos ha cambiado las preguntas y tenemos la obligación de buscar nuevas respuestas. No va a ser fácil, pero es la tarea que tenemos por delante, pensando en las personas, pensando en el planeta.

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